No sabía exactamente cuántos años tenía. Lo que si era seguro era
que eran muchos, muchos más de
quinientos. Había vivido siempre en el mismo lugar. Primero había
sido un lago, luego lo rellenaron con tierra y escombros y construyeron
casas. Inicialmente había estado a la sombra de un árbol pero con el
tiempo habían construido este cuarto y ahora la humedad lo devoraba en uno de
sus rincones.
El cuarto estaba lleno de trebejos rotos, viejos y llenos de
polvo. Nunca se había fijado nadie en el brillo de sus ojos en la
oscuridad de abajo del árbol y tampoco de aquel rincón. Hasta que un día.
Fatídico por cierto, una anciana señora que visitaba la casa lo
descubrió. Dio un grito agudo que espantó a la gente que estaba con ella,
pero que lo espantó aún más a él. No estaba acostumbrado a la
gente. Se podía creer que nunca había tenido gente a su alrededor.
Aun cuando pensándolo bien la recordaba a ella. Sus ojos claros, su
sonrisa y luego el odio reflejado en ellos y el cuchillo atravesando su corazón
y luego de horas de sufrimiento atroz morir abandonado al lado del humedal que
con el tiempo se convirtió en un lago que terminó devorándolo todo, incluido
él.
Luego una eterna sucesión de sol y de penumbras y así por siglos hasta
ahora que la horrible mujer lo había descubierto en el rincón aquel.
Un fantasma, es lo que dijeron que
era. Hay que llevarlo a la luz fue lo que dijeron que había que hacer.
Rompieron el piso, encontraron sus huesos y los llevaron a un camposanto. Oficiaron una ceremonia y con eso se dieron
por bien servidos. Lo cierto del caso es
que él, en aquel sitio, encontró otro árbol y a su sombra se recostó. No le interesaba más luz que la sucesiva de
noches y días pues él ya en paz estaba desde hacía mucho, pero mucho tiempo.