domingo, 11 de agosto de 2013

49

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Le quedan seis días de vida, agoniza. Muere lentamente y está consciente de ello. Y ¡qué más da!, (racionaliza, lo sabe) siempre supo que sería así.

Faltan cinco días. Nada le pesa. Sabe que será bien recordado pues estuvo bien en todo momento, a pesar de los altibajos. Además, si hasta puede decir que se divirtió.

Ya quedan solo cuatro días para disfrutar cada instante. Cierta tristeza le embarga, ya no será más y eso duele. Es el día 18256 (solo 359 son suyos, los demás contabilizan para los otros los que ya partieron) y algo le sabe mal. Debería mostrar algo más de madurez, más cordura. No puede, simplemente se niega a desaparecer. ¡Es el Cuarenta y Nueve, caramba, que no es cualquier cosa! Duele tanta certeza.

A tres días de la fecha prevista, la ve prepararse para su partida. Ella, a quien no le gustaron nunca las despedidas, se niega a dejarle ir. ¿O son ideas suyas para darse fuerza ante su muerte inminente? Nunca lo sabrá.

Dos días antes del límite, una idea absurda –¿romántica?- le surca el pensamiento: ¿Y si pudieran vivir juntos eternamente? ¡Imposible!, piensa, hay amores nacidos para morir, amores con fecha de caducidad y este es uno de ellos. Ella ya esboza una sonrisa expectante, ante la inminencia de la llegada de uno más (es natural, con él también fue así, aunque hoy ya parezca dispuesta a dejarlo de lado).

Ya le resta apenas un día. Los anhelos de su compañera parecen llegarle hondo: ¡qué más quisiera, que quedarse a vivir eternamente en su sonrisa, en el brillo de sus ojos! Una opresión en el pecho, mezcla de euforia, alegría y tristeza les embarga por completo. Ya no hay vuelta atrás (nunca la hubo). Pronto será el indeseable –impostergable- momento en el que se separen.

¡Es el día! Los recuerdos de estos trescientos sesenta y cinco días acuden desordenados a ver su muerte. Está preparado. Ella, en el fondo, también lo está. Una lágrima velada asoma en sus ojos. La contiene. Ya llegan los invitados, homenajean y hacen chanzas con el recién llegado. De Cuarenta y Nueve nadie habla, su partida es como un secreto a voces (¡cuando hay santos nuevos, los viejos no hacen milagros!) Parte triste justo antes de que corten el pastel de bienvenida al Otro (tiene su nombre en chocolate y crema batida: Cincuenta y él lo conoce desde siempre, pero encuentra cierto regocijo en no decir su nombre ). Lo dicho: parte triste, pero en paz, a sabiendas que cumplió fielmente su cometido. La algarabía de los invitados opaca su partida… cantan y vitorean. A pesar de la tristeza, no puede dejar de sentir la alegría del porvenir y, silenciosamente, al cruzar el umbral, brinda y sonríe para dar paso al Otro. Sí, ¡hay que brindar! (los une un último instante en común y suspiran al unísono). Ella levanta su copa, le mira de frente (aunque los invitados crean que ve al vacío con la mirada perdida), se abrazan un ligero instante. Otra ráfaga fugaz de recuerdos compartidos… Cuarenta y Nueve avanza a paso lento y decidido (Cincuenta la toma por los hombros, reclamando su atención). Cuarenta y Nueve Sale por la puerta del alma, con la certeza de la labor cumplida y la satisfacción del trabajo bien hecho. Sí, ¡hay que brindar! total, ¡cincuenta años no se cumplen todos los días! (ni cuarenta y nueve, refunfuña). Se cierra la puerta, ya solo se oye la algarabía de la fiesta, ¡hay que brindar!

B. Osiris B.

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