domingo, 18 de agosto de 2013

Desencuentro



Hoy volvió, así, como si nada, con esa prepotencia que tanto me indispone y me enerva. Yo estaba de espaldas a la puerta cuando una brisa fría me anunció su llegada y un estremecimiento me recorrió la espalda. Traté de ignorarlo, ¡juro que traté de hacerlo!, concentrándome más en la lectura de un buen artículo que tenía en pantalla. Al principio, pareció marcar la retirada ante mi indiferencia. Sonreí con disimulo. Fue un error, un grave error, pues justo en ese momento me sorprendió con todas sus fuerzas. Quise llorar, quise gritarle que se fuera, que me dejara en paz de una vez por todas, pero sé que toda palabra es vana ante su presencia, debido a su naturaleza sorda y al ignominioso egoísmo que le caracteriza. Solo me queda callar y tolerar. ¡Tolerar y esperar!, ¡cuántos años llevo en este penoso juego de esperar su partida y temer su regreso!, ¡cuántos momentos de angustia, cuántas alegrías robadas! Se detienen mis pensamientos. Siento cómo recorre mi pie y sube con una frialdad pasmosa por mi entrepierna. Quisiera detenerle, ¡clavar en mi pierna un puñal!; pero sé que eso no le detendría, al contrario, sería la puerta abierta a su reinado absoluto sobre mi ya cansado cuerpo. Sigue recorriéndome la entrepierna, la cadera, los glúteos. En vano me retuerzo rehuyéndole, mis movimientos solo consiguen exacerbarle y gana territorio sobre mí. Me domina. Me domina y me odio por ello, tanto como puedo odiar su presencia. ¡Su presencia!, esa maligna influencia que me roba las sonrisas y hasta las ganas de vivir. Huyo a mi cuarto (¡como si el cambio de escenario pudiese siquiera alterarle!, de verdad que mi candidez resulta ofensiva). Ya en mi cama, toma mi cuerpo todo por asalto. Me domina y nada puedo hacer, excepto llorar. Llorar como una impotente cobarde. Llorar hasta el cansancio. Hasta esa pequeña muerte que es este sueño auto inducido para huir de él, de su martirizante presencia. Dormida, siento cómo sigue jugando a sus anchas con mi cuerpo esta presencia infernal. Despierto inquieta, me acurruco y ruego su partida. Soy feliz cuando me abandona, nada me inquieta acerca de su paradero, no me siento curiosa siquiera. Quiero que ya me abandone. Pero sé, por su comportamiento, por su manera de asirse a mí que esta vez ha venido para quedarse largo rato. Y le odio. Le odio con el odio impotente de quien odia una parte de sí misma por permitir su presencia, por no tomar el control y sacarlo de mi vida. Y temo que esta relación dure para siempre. El pánico y el llanto hacen presa de mí. Y dejo de ser quien soy. Evoco mis sonrisas, pero es que –en su presencia- sonreír es un acto heroico. De nuevo me estremece. Mis lágrimas le son indiferentes, aún así lloro. Lloro. Y algo muy dentro de mí tiene la esperanza de que este río lo inunde, lo ahogue. Pero nada pasa. Es el reinado del dolor, que se aviene a mí una vez más. Ha llegado con nuevos ímpetus. Me consume. Me aparta de mí. Y, triste, lo tolero, esperando ese momento que decida abandonarme. Ya no soy. Ya no río. Solo este dolor inenarrable me recuerda que estoy. Y espero. Nada más.

B. Osiris B.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me acuerdo (II) El velorio

 El velorio  Me acuerdo cuando  en la casa de la abuela velaron esa niña recién nacida. Me acuerdo que le pusieron mi vestido y zapatos de b...