lunes, 12 de agosto de 2013

Llamas al amanecer



A Leyda, los cuarenta la llenaron de calorones. Pero no de la manera que todos pudieran imaginar. Contrario a lo que todos pudieran pensar, a Leyda los cuarenta no le representaron sufrimiento alguno, pero sí le calentaron la entrepierna. Despertaba a media noche con un ímpetu inusitado y totalmente nuevo para ella. No es que fuese una frígida pacata, pero lo que ahora le estaba pasando era realmente sorprendente. Esas oleadas de calor fueron un detonante para el cambio de vida que tuvo lugar días después de entrar por la puerta grande de la cuarta década.

Leyda, mujer piadosa y convencida de que la actividad sublima los deseos carnales, se dedicó a cocinar galletitas y panecillos para la junta de beneficencia de su iglesia sólo para descubrir que el constante batir de las mezclas, el aroma de los ingredientes o el calor del horno avivaba aún más el fuego que la consumía. Recién mudada a Villa Pasión, buscaba la forma de encajar desde hacía dos meses. Ya casi lo lograba y, justo ahora, le tocaba sublimar los vaporones que la traían de cabeza. Cinco días después del primer golpe de calor, dejó la iglesia, no por falta de fe –diría a sus excófrades-, sino por exceso de pasión. Su pastor la dejó ir de la iglesia para entrar en su vida cada tarde, luego de los oficios religiosos, para acallar “el llamado del maligno” entre abrazos apasionados, lectura bíblica y uno que otro beso furtivo como abreboca de una fuerte “jornada de expiación corporal”. Leyda confiaba en que al recibir en su boca la savia bendita del abnegado pastor, se salvaría de la condena de arder en vida. Y, de cierta forma muy poco santa y sí muy terrena, ¡tenía razón, pero sólo parcialmente!

Cada noche, luego de la lectura bíblica, Leyda volvía a casa aún más enardecida, solo para encontrar a un cansado Raúl que, contándoles los intríngulis del día, no hacía más que quejarse de su cansancio. La letanía empezaba en el comedor y acababa en la cama cuando, tras una eyaculación precoz, Raúl caía rendido, balbuceando más quejas acerca de su miserable vida. Leyda sentía que un hilo frío de inconformidad amenazaba con apagar aquella hoguera que le bullía en las entrañas. No es que Raúl fuese un mal tipo: sacaba la basura cada mañana, limpiaba el jardín, paseaba al perro, hacía las compras y se encargaba de todo cuanto hacía falta en el hogar, incluida la cena que tenía lista para ella, luego de cada encuentro con el pastor.

Pero, si a Leyda los cuarenta le habían alterado la temperatura, a Raúl los cincuenta –más por mascullar viejas frustraciones que por caducidad cronológica- le habían madurado los resquemores, esos que cobran una cuota alta en las pequeñas victorias que deben lograrse en el lecho. Estaba mal, él lo sabía. Sabía también que Leyda se refugiaba en los “sabios consejos” del pastor para sobrellevar aquel calvario sexual al que estaba sometida. Y, entre reproches para sí mismo y para ella, no encontraba cómo salir de aquel círculo vicioso. El pueblo era pequeño, recurrir al doctor no era una opción que hombría le permitiese. En vano había ingerido aquella sobredosis de huevos de tortuga, con la esperanza de dar aunque fuese una noche de placer a su amada compañera. Ante ella, fingía como si aquello fuese lo que él esperaba: “tenías el tiempo justo”, le decía, “nada más te veo y no puedo contenerme”, era la frase fija que escuchaba luego de aquellos tres ínfimos minutos en los que la cadera de Leyda resentía el brotar de una pasión que luego debía contener en una respiración profunda y una sonrisa fingida.



La idea le dio vueltas en la cabeza por muchos días. Decidió no pensarlo más, era ahora o nunca. Raúl, tarjeta de crédito en mano, tecleó en su computadora la dirección electrónica, se registró e hizo lo que él consideraba la compra más cara e importante de los últimos días. ¡En tres días todo cambiaría! Esa noche durmió en el garaje, esgrimiendo una excusa que Leyda, ocupada como estaba en su satisfacción personal –todo un arte que apenas comenzaba a descubrir- no atinó a escuchar.



Pasaron tres días con sus noches–de éxtasis sexual y de autocomplacencia en solitario, para Leyda, y de angustia y ardiente expectación para Raúl- hasta que llegó el pequeño paquete por correo certificado. Él, como de costumbre, llegó temprano, preparó la cena y tuvo todo a punto para lo que sería una velada maravillosa. Leyda, por su parte, regresaba de una caminata por el parque, convencida como estaba desde hace algunos días que los paseos en solitario –con sus pequeñas incursiones en sus propias cavidades- la complacían mucho más que las visitas vespertinas al pastor. Además, por muy santas que fuesen las blancas emisiones del pastor, le dejaban un mal sabor en la boca. ¡Sí, definitivamente los paseos por el parque y su propia compañía eran mejores!, especialmente si encontraba libre la fuente que estaba en los límites con el pequeño bosquecillo. Allí se bañaba a la luz de la luna y descubría nuevos placeres, cabalgando en aquel delfín al que un mal informado escultor le confirió una maravillosa aleta de tiburón tan entrañable para ella en sus noches de más ardor.

En casa, Raúl se dio un baño, puso música y emocionado como estaba, decidió que la dosis contenida en una pequeña pastilla de cialis no sería suficiente para su metro ochenta y sus noventa y ocho kilos de existencia. Quería darle a Leyda una noche memorable y darse el gusto de volver a ser el de antes. ¡Sí, dos pastillas harían mejor el trabajo! Bailando cómicamente como solía hacerlo al ritmo de Sexual Healing (no recordaba de qué iba la canción, pero a Leyda le encantaba y hoy quería complacerla) para repetir la danza cuando su mujer llegara. Sacó las pastillas del blíster con un brillo emocionado en los ojos, fue hacia la mesita de noche donde reposaba el trago de whisky y, tomando un trago largo, paladeó el sutil sabor del roble y engulló las dos pastillas. Ya sentía a Leyda en la entrada. Al incorporarse, se tambaleó un poco y pensó “así es, ya estoy sabrosito” y una sonrisa larga, placentera, iluminó su cara.

Leyda llegó a casa algo agitada. Su encuentro con el delfín del parque fue súbitamente interrumpido por un grupo de jóvenes bullangueros. Comió poco, escuchó que sonaba una de sus canciones favoritas y sonrió. Ella también bailó un poco, mientras se quitaba la ropa, en mitad de la sala. La euforia contenida en el camino de regreso la enloquecía y ella deseaba liberarse de tanto calor. Subió los escalones de dos en dos y, excitada como estaba, sólo reparó en la sonrisa de su marido, que yacía en la cama en una posición digna de un Príapo de los tiempos modernos. No hubo palabras, solo pasión. A cada entrega, la brasa se encendía más. Leyda era una antorcha, literalmente. Ella lo sabía, sabía que ya no habría vuelta atrás. Sabía que era su consumación absoluta como brasa de deseo y quería vivirlo a plenitud. Raúl suspiraba, la apretaba contra sí hasta sentir que no resistía el calor y la soltaba, solo para volverla a abrazar a los pocos segundos. Brotaron chispas de sus rodillas, de su ingle. Raúl no cesó de sonreír, ni siquiera cuando se comenzaron a encender las sábanas, eso le amplió la sonrisa aún más. Ya Leyda era toda una hoguera que lo abrasaba, lo consumía de placer a un punto tal que no sentía la piel arder. Ninguno lo sentía, tal era la entrega. Las llamas se extendieron a toda la casa.

Nadie pudo apagar el fuego que, en un extraño y cadencioso vaivén parecía, musitar una vieja melodía. Los más atrevidos sonreían al ver que, entre las llamas, dos seres de fuego se consumían en el deseo, en una entrega total, dibujando las más inusitadas piruetas y posiciones sexuales. El vecindario olvidó el incendio, creyendo que aquella maravilla era más bien un espectáculo pirotécnico. Al amanecer, con un ruidoso y sibilante suspiro, desaparecieron los dos sensuales seres de fuego en una exhalación.

Hubo aplausos y vítores alrededor de las ruinas de aquella pequeña casa. Con la emoción y la novedad, nadie reparó en la ausencia de Leyda y Raúl hasta que, tiempo después se erigió en su honor el Parque de las Cenizas. Si vas a Villa Pasión, visita el parque justo antes del amanecer. Si miras con atención, verás a los dos amantes revolotear y encender nuevamente un fuego que se extingue justo con la primera luz del sol. Muchos dicen que son fuegos fatuos, otros dicen que es un fenómeno paranormal, ¡yo digo que son los amantes que reviven la pasión que una vez perdieran! Y tú, ¿qué dices?



B. Osiris B.

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