miércoles, 7 de agosto de 2013

Obsesión


Duermo (o, al menos, eso cree mi perturbada mente). De repente, sube a mi garganta un reflujo que me ahoga. Toso de forma compulsiva, desesperada. Sale de mi boca una palabra que se enrosca alrededor de mi cuello. Toso de nuevo. Más palabras. Mis ojos exorbitados no hallan explicación. Mi mente, que disimula ante tan fatídico panorama, sabe que ha llegado la hora temida. Disimula. Me abandona a mi suerte a mano de esta horda de palabras salvajes que he regurgitado y que ya han sacado mi cuerpo de la cama para llevarme a una silla. Una palabra larga (que no alcanzo a leer) se retuerce entre mis piernas y la silla –hecha también de vocablos que nunca pronuncié-, me sujeta. ¡Como si fuese yo a escapar! Súbitamente, entre tos y respiración forzada, escupo una brillante, con un brillo cruel y enceguecedor que no causa temor, pero hiere profundamente, hiere más allá de la sola percepción de su presencia. Me increpa. No contesto. Sé que ella puede sentir el vacío y la desazón de mi pecho. Agresiva, golpea el apoyo lateral de la silla (hasta ahora me doy cuenta de que tiene posabrazos). Siento como siguen fluyendo las palabras, brotan por todos mis orificios, ¡se me desangran las ideas atada a una silla, encandilada por una expresión que no descifro! En un tardío avance de valentía, tomo un respiro, me reclino en la silla y trato de posar mis codos en un esfuerzo vano por liberar mis adoloridas muñecas, que ya sufren la opresión de otro largo término que hace de esposas. Respiro nuevamente, trato de escuchar lo que dicen, tal vez pueda complacerlas y salir airosa de este trance. Nuevas palabras brotan, siento cómo manan de este parto múltiple no consentido. Una de ellas, muy tierna, se ha sentado a mi lado, en el suelo, y acaricia mi manos. Susurra, sonríe y me observa con mirada tierna. Siento que me habla, le habla a mi esencia y –no sé de qué extraña forma- le entiendo. Sonreímos.
Mi pequeño momento de paz se interrumpe por otro apretón de mi cuello. Ya es una multitud de ellas. Mi cuarto se ha tornado en una sala de juzgado. Preside una palabra solemne. Otras, serviles, le acomodan las letras de su peluca. La sala está abarrotada. Todas gritan y un término oscuro y larguirucho clama orden y silencio. La solemne palabra se sienta. Por el aire flota un solo vocablo, repetido mil veces en las cabezas de las que presencian el juicio, no puedo leerlo, pero su significado reina en la sala. Ahora callan casi todas, algunas susurran. Explota como pompa de jabón una que otra flotante, justo allí donde nacen los susurros.
Subo al estrado. Me toman juramento frente a un enorme diccionario. Trato de jurar. Esfuerzo vano. Otra andanada de palabras me ahoga, ante la risa colectiva de los presentes. No hay preguntas. No hay acusación. Todos deliberan. El veredicto… una turba de términos, armados con sílabas, signos de puntuación y letras irrumpe en la sala. Cruzan la barrera y gritan algo que creo entender como mi nombre.
Frente a mi computadora, sobresaltada, escribo a toda velocidad la bitácora de mi pequeña aventura onírica. Mi respiración, aún agitada, se va acompasando, en la certeza de que no me ahogarán estas palabras. Mi cuerpo, cansado, se va relajando. Aún resiente la tensión causada por las palabras que le asediaban, pugnando por salir hasta de sus poros. Veo el reloj, no entiendo la hora. Vuelvo a mirar. ¡Nada! Comprendo –o no- la esencia de mi sueño. Suspiro. Un último pensamiento, una última duda, me hace pensar que nunca desperté, que esto aún no termina. Una sonrisa, pícara y triste a la vez, adorna mi rostro. Otro suspiro. Duermo (o, al menos, eso cree mi perturbada mente).
B. Osiris B.

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