21 deseos y una hoguera
Martiña escribió su carta con mucha
pasión. Con fervor, plasmó cada letra, en la esperanza de que sus
veintiún deseos serían cumplidos tal y como los pedía. Sus trazos eran
firmes, limpios y muy bien logrados, respetando la proporcionalidad, la
estética y la distribución espacial. Usó la mejor de las tintas,
seleccionada de su más reciente adquisición de insumos provenientes de
la India. Era una ocasión especial, no podía andarse con mezquindades
ni reticencias. ¡La eventualidad lo valía!
Le puso el alma a cada
intención y una fe que al más fervorosos feligrés de cualquier secta,
religión o credo, habría dejado pasmado. Sus lágrimas reflejaban la
emoción que sentía al ir trazando cada rasgo, cada letra, cada petición.
O tal vez fuese el reflejo del dolor de un cuerpo que, aunque joven,
se sentía cansado y algo triste.
Luego de escribir las
peticiones, vino el momento de la ofrenda: esparció pétalos de rosas
blancas y rojas por toda la habitación, que horas antes olía a un dulce
incienso de mandarina y canela. Al ritual de los pétalos, se le unieron
muchas espigas de trigo, para la abundancia (y dar un poco de cuerpo al
fuego cuando quisiera extinguirse), y una melodía de fondo que daba a
todo el ambiente un aire místico que complementaba su representación
mental de tan importante evento.
Seguidamente encendió las
brasas, que también olían a canela y mandarina, efecto del aceite
dispuesto estratégicamente para ello en pequeños dispensadores de cera, y
por las cáscaras secas de la fruta, que ya entraban en combustión,
liberando también sus aceites y su intenso aroma. También untó su
esbelto cuerpo con aceite esencial de la misma fruta y avivó un poco más
el fuego agregando poco más de la mitad de la jarra de cinco galones
que contenía una mezcla de alcohol aromatizado y keroseno semi inodoro.
Vertió el resto de la mezcla en un dispensador que surtía un pequeño
sistema de aspersión preparado por ella y que iba a dar al centro del
círculo de fuego. Afuera soplaba un viento fuerte que amagaba con dar al
traste con todo, pues parecía que en cualquier momento todo se
apagaría, pero Martiña, emocionada y llena de fe, con los ojos vidriosos
por la inminencia de la llegada del Espíritu de la Navidad, no cerró
las ventanas, quería que el ritual se bañara del frescor de la noche de
aquel 21 de diciembre y celebrar su solsticio de invierno en toda ley, a
ventanas abiertas, ¡de cara al universo!
A las 5:25, hora de España, Martiña apagó todas las luces, dejando el lugar iluminado con las más de doscientas velas, mecheros, velones y cirios que había colocado artística y estratégicamente a diferentes alturas del saloncito, ora cerca de las cortinas, ora sobre un cojín o sobre una poltrona. Comenzó a leer sus peticiones, mientras se introducía en el centro del círculo de fuego, delimitado por cirios y velas que había dispuesto en el piso, justo al centro de la estancia.
A las 5:25, hora de España, Martiña apagó todas las luces, dejando el lugar iluminado con las más de doscientas velas, mecheros, velones y cirios que había colocado artística y estratégicamente a diferentes alturas del saloncito, ora cerca de las cortinas, ora sobre un cojín o sobre una poltrona. Comenzó a leer sus peticiones, mientras se introducía en el centro del círculo de fuego, delimitado por cirios y velas que había dispuesto en el piso, justo al centro de la estancia.
Control
en mano, subió el volumen del sonido, mientras leía en voz alta cada
petición. Terminada la lectura, comió los platillos que había mandado
preparar y que la esperaban en la pequeña mesa de madera ubicada frente
a ella, tomó de una copa preparada con una bebida de color rojizo
oscuro: en tres tragos largos decantó por completo el líquido. Subió
aún más el volumen, suspiró y comenzó a leer nuevamente en voz alta sus
peticiones, mientras se recostaba sobre los almohadones esparcidos
dentro del círculo de fuego. Cuando sobrevinieron los dos o tres
espasmos que la sacudieron, se aseguró de acercarse, sujetando el más
grande de los cojines, hacia el cirio que estaba a su costado izquierdo.
Apenas alcanzó a leer la última petición, cuando vio el resplandor que
la enceguecía y la llevaba al paroxismo.
El aire avivaba más y
más el fuego, que poco a poco fue consumiendo el lugar. La música
ensordecedora, el humo y el olor a carne quemada, alertaron a los
vecinos. Los bomberos apenas llegaron a tiempo para evitar que
explotaran las bombonas de helio y oxígeno que Martiña había colocado
cerca de la puerta de entrada, justo al final del camino de veladoras, y
cirios de menor tamaño.
Juan Luis, el forense a cargo de la
autopsia, no salía de su asombro al identificar, tatuada en la piel de
la hoy occisa Martiña, una lista de 21 deseos, elaborados con el más
hermoso trazo caligráfico y con una calidad tal, que ni el fuego había
evitado que pudieran leerse casi con total precisión. El contenido
estomacal reflejó la presencia de unos seiscientos cincuenta mililitros
de sangre humana, mezclada con un coctel de barbitúricos, anticoagulante
y vino tinto. A la degustación también se había sumado una variada
ración de sushi y una galletita de la suerte, al parecer deglutida
entera, curiosa y minuciosamente revestida de una película que, luego de
los análisis de laboratorio, resultó ser una concienzuda capa de
silicón que actuó como aislante y preservó el contenido del mensajito
escrito en un pequeño trozo de pergamino con letras doradas que decía:
¡Feliz Navidad!
Patricia,
esto trajo la reflexión del día de ayer, jajajajaja... pretendía, como
el año pasado (creo) hacer nueve cuentecitos antes de Navidad, pero
apenas va uno... tengo como cinco en el horno, pero Martiña se gastó
toda la leña... jajajaja... ¡Qué más decir... Espero les disguste!
B. Osiris B.