Y fue entonces cuando no solo sentí, sino lo hice... perdí pie y rodé por esa serie interminable de escaleras. Mi cuerpo se adaptaba a cada ángulo, a cada tramo, a la pared incluso. Sentí crujir uno a uno mis huesos. Sentí que me ahogaba y luego, sentí también el aire que entraba a raudales por mi pecho. Sentí crujir de nuevo, para luego de un último y rudo golpe contra la pared, deslizarme por el piso frío. Intenté sin lograrlo mover el brazo, la mano o por lo menos un dedo.
Sabía que tenía el
celular en el cinto y quise tomarlo, pedir ayuda, gritar. Nada.
Nada podía hacer como no fuera sencilla, y solamente yacer en el piso helado,
en aquella posición ridícula de una muñeca rota.
Llorar... no lloro. Gritar...
para qué. Lo mejor y más útil era tratar de tomar fuerzas; o bien, para mover la mano, el brazo e incluso
el dedo y tomar el celular; o bien para resistir y esperar; o acaso mejor aún. Para exhalar el
último suspiro y partir.
Patricia Lara P.