lunes, 30 de junio de 2014

Delfina, la mariposa monarca




(Cuento malhadado sin final feliz, no apto para soñadores)

Erase una vez una pequeña oruga que rondaba por un florido y primaveral jardín. Día a día, con mucha diligencia, se cuidó y esmeró para perdurar en su etapa de cambio y luego convertirse en una mariposa. Llegado el día, con mucho esfuerzo, fue rompiendo la crisálida en que se había tornado, dando salida, lentamente, a la más hermosa mariposa que en mucho tiempo se había visto en aquel lugar. Sus alas eran enormes y coloridas y, al volar, parecía que las flores se elevaban por los cielos, prendidas de sus alas.

En uno de sus recorridos por el jardín, se topó con un búho famoso por su sapiencia y buen decir. Se contaba de él que conocía los más íntimos secretos de aquel apacible pero misterioso lugar donde confluían los más espectaculares seres. Poco a poco, visita tras visita, nuestra amiga, la hermosa mariposa, se hizo asidua compañera de aquella fuente de sabiduría que era el búho. Progresivamente, las tertulias se alargaron cada tarde, llegándose a prolongar hasta el anochecer. Una de esas tardes, el búho le confió a Delfina –que así se llamaba la protagonista de esta historia- que él era un mago al que habían destinado a cuidar a una princesa encantada. Delfina, asombrada y entusiasmada, escuchó de Damián una historia impresionante que narraba la historia de reyes, castillos, cortes, guerras, amores, envidias y traiciones. Supo de una pequeña princesa condenada a vivir –por efecto de un encantamiento- confinada en un jardín, renaciendo una y otra vez hasta que el amor verdadero pudiera encontrarla.

Le fue narrada la historia con una vividez, parsimonia y entusiasmo tales que, cuando Damián le reveló el nombre de la princesa, apenas si lo escuchó, tan absorta como estaba en sus ensoñaciones de aquella historia, tan bella como terrible. ¡Delfina!, ¡la princesa se llamaba Delfina!, ¡justo como ella! Damián la miraba con unos ojos que… ¡No, no podía ser! Los ojos de Delfina eran, para ese momento, dos grandes lunas inundadas de luz. Damián asintió sin parpadear. Delfina arrancó en uno y mil revoloteos… ¡ella, una mariposa monarca, era REALMENTE una Monarca!... piruetas aquí y allá, locos revoloteos entre las flores y un montón de polen que… -¡aaachis!, ¡Cálmate ya, niña!- exclamó Damián, temiendo que tanto alboroto le dañara su tan bien labrada fama de búho serio y responsable.

Pasados unos minutos, Damián terminó de contarle la historia a Delfina, de la cual no podemos hablar porque, como estábamos detrás de un sauce, no pudimos escuchar porque en ese momento pasaba por allí una bandada de loros bulleros y armadores de alboroto. Apenas pudimos oír lo que Damián contaba, como para saber que le relató a Delfina que en el estanque habitaba un príncipe sapo cuyo destino también había sido signado por un hechizo y que esperaba ser liberado por el beso de su princesa, cautiva en este mismo lugar, y a la que aún no conocía. Se hizo mención de Demetrio. Él siempre sale a relucir, ¡qué cosa! Aunque, en honor a la verdad, no pude saber lo que se dijo, pues los loros, ¡los benditos loros!, hicieron una algarabía fenomenal. Delfina perfiló una y mil aventuras en su mente, imaginándose, a la vez, heroína y princesa rescatada. Entre suspiros y preguntas, se despidieron aquel día los dos amigos, dejándonos con la intriga de saber el resto de la historia.

Lo que sí se sabe es que, desde ese momento, los viajes de Delfina aumentaron su perímetro: ora llegaba a los sauces donde habitaba Damián, ora se iba a dar vueltas por los confines del jardín, donde crecían los nenúfares y abundaba la humedad. Allí, en el estanque cuyas aguas daban vida al jardín, donde todo era verde, muy verde y apacible, habitaba un personaje que –al decir de Damián- resolvería toda la historia. De acuerdo a lo que recordaba Delfina de su conversación en el sauce, se trataba de un personaje muy singular, de grandes ojos, hablar pausado y ademanes tan refinados que a veces se hacía muy chocante. La verdad, no creo que la descripción de Damián le hiciera honor al personaje pero, sigamos con la historia. La primera vez que Delfina vio en la distancia a Demetrio, le pareció grotesco y repugnante. Al principio se dijo: -“Después de todo, ser una mariposa no es tan malo, dejémoslo así”- y emprendió la retirada en un vuelo sin escalas. Días después, ante la insistencia de Damián para que observara con más agudeza, volvió.

Cada día se daba un paseo por el estanque, eso sí, sin acercarse mucho a aquel espécimen tan sui generis como intrigante que armaba las más estruendosas farras en pleno centro del lugar. Mientras saltaba de una a otra flor, presentía una extraña presencia que nunca llegó a identificar, miraba a todos lados y, luego, se abstraía por completo en lo que pasaba en la lejanía, animado todo por la iluminación de unas luciérnagas, tan bonachonas como puntuales, que nunca faltaban a su cita. Todas las noches, al caer el sol, en la hoja de nenúfar más grande –y en otras circundantes, si era necesario- sapos, ranas, lagartos, zancudos, moscas y otros muchos habitantes del jardín se daban cita para cantar, bailar, declamar y brindar con las mejores cosechas de néctar fermentado que Demetrio tenía a bien ofrecer a sus visitantes. No había restricciones, quien quisiese unirse a la fiesta, era bienvenido; y quien desease marcharse, a duras penas lo lograba, pues las reuniones solían ser tan divertidas que casi siempre terminaban al despuntar el alba.

Al cabo de unos cuantos atardeceres de atisbar en la distancia y revolotear a escondidas, la costumbre y la curiosidad vencieron el temor inicial de Delfina. Se fue acercando a las tertulias que Demetrio montaba cada tarde sobre la hoja de nenúfar más grande y amplia del estanque, sólo para descubrir que aquella primera impresión la había engañado. Demetrio resultaba ser jovial, dicharachero, bohemio y galante; aquel sapo que –según las historias de Damián- le daría un vuelco a la historia de su vida, era en realidad todo un galán y no cabía dudas de que ocultaba a aquel príncipe azul del que tanto había conversado Delfina y el búho en sus tardes bajo el sauce.

El último atardecer, resuelta, Delfina se dejó bañar del rocío de los aspersores que regaban el jardín, aquellas mínimas gotas de agua le daban un brillo especial a sus delicadas alas; paseó por los jazmines para impregnarse de su aroma y se aseguró de adornar sus antenas con unos lindos copos de polen. ¡Era el día de captar abierta y deliberadamente la atención de Demetrio! Cuando el sol destellaba sus últimos brillos y el ocaso daba paso a la noche, Delfina llegó al estanque, más radiante que nunca. Decidida como estaba, ya no se dejó reposar en los lugares seguros desde los que acostumbraba a mirar; por el contrario, esta vez revoloteó aquí y allá y se tomó dos copas de néctar fermentado que le ofrecieran tres avispas alocadas que quisieron saber qué hacía una mariposa tan elegante (y con tanta cara de mojigata) por estos predios. También entabló conversación con dos ranas que –coquetas- entornaban sus largas pestañas y hacían carantoñas para que Demetrio les prestara atención. Pero ya los ojos del sapo galán no eran para otro ser que para aquella extraña que por primera vez asistía a sus tan conocidas tertulias. Pudiera decirse que fue amor a primera vista, ¡sí, señor! Delfina, dejó de escuchar lo que decían sus compañeras de mesa, pues la mirada de aquel ser tan abrumador la tenía totalmente paralizada, ¡apenas si podía mover las alas! Se acercaba con tal garbo, con una prestancia y gallardía, que Delfina no sabía si volar hacia él o huir espantada. Optó por quedarse en su lugar de la mesa, asiéndose a ella para no caer al piso, pues sus alas ya no se movían y sus patas apenas la sostenían sobre la superficie de la hoja. Demetrio estaba cada vez más cerca y su sonrisa era un espectáculo total, del cual él parecía estar totalmente consciente. Delfina dio un paso adelante y, de repente, el silencio reinó en aquel lugar como nunca antes lo había hecho. Los ojos de todos los presentes se posaron en aquellas dos criaturas que irradiaban un extraño halo mientras más se acercaban. De pronto, ¡zas!, madre natura marcó su pauta y Demetrio, de un lenguazo se engulló los sueños de aquella mariposa que soñaba con ser princesa. ¡Cosas del destino! Al momento, entre revoloteos, carreras, aleteos, prisas… el estanque quedó solitario y sólo se oyó el grito de Demetrio que en un lamento gemía: “¿Por queeé?” entre sollozos y lágrimas.

Esta historia termina conmigo, Domingo I, príncipe sapo, velando nuevamente el renacer de Delfina, quien cumple su hechizo de hacerse oruga y crisálida una vez más. Como siempre, cuidaré de ella e iré a donde vaya, a la espera de que se fije en mí, pues es mí sino: vagar tras ella y esperar a que la princesa pose sus ojos en mí para ser liberados, ambos, en un mágico toque. Nada más puedo hacer, aunque ella intuya mi presencia, ni siquiera advertirla del peligro de mi primo Demetrio, quien se las apaña para –una y otra vez- llamar su atención y prolongar esta espera que nos separa, cumpliendo el hechizo de quien en vida fuese la bruja más perversa de nuestros reinos, la madre de Damián.
B. Osiris B.

domingo, 29 de junio de 2014

Sapos y mariposas





Cuando le contaron el cuento ese de que había que besar sapos para "rescatar" príncipes azules encantados, ella; la niña se dio a la tarea de encontrarlos.  Pero, hoy por hoy es difícil por no decir casi imposible encontrar un sapo.  Creo que se encuentran más fácil los príncipes azules. 
Bueno, lo cierto del caso es que la triste tonta dejo  ir un par por andar mirando para el suelo entre los barrizales a ver si por fin se le daba el milagrito.
Y claro, por fin encontró uno que daba realmente lástima mirar.  Arrugado y lleno de verrugas, sucio de lodo y herido pues los niños que lo habían visto primero, lo usaron como blanco de tiro.  Piedras le llovieron al pobre bicho hasta que por fin el grito de la niña los hizo huir dejándolo abandonado a su suerte entre el lodo y su propia sangre roja.
Ella, lloro lágrimas salobres imaginando lo que habría podido pasar si no lo encuentra a tiempo.  Ya lo había salvado una vez de un cruel destino; ahora lo salvaría del otro, de ser sapo rastrero pues le daría un beso de amor que lo convertiría en príncipe de nuevo.
Hay cosas que se ignoran.  Muchas por cierto.  Una de las que nuestra heroína ignoraba era que las ranas se parecen a los sapos pero que a pesar de parecerse no son la misma cosa.  Ella salvó entonces una rana y al besarla ella oruga se volvió. 
Un príncipe de los que la niña había desechado por andar buscando un sapo sucio, encontró la oruga y la cuidó.  Hasta que un día de ella salió la bella mariposa que por siempre lo acompañó.
(Acabo de caer en cuenta que es al contrario, los sapos son los feos y las ranas las lindas pero ni modo.  El cuento está listo y así se queda) jajajajajajaja.
Patricia Lara P.

Cuerpo a Cuerpo




Calor, agitación, cuerpos que se rozan,
torsos sudados, respiración agitada
y ahora se juegan a todo o nada
gritos exultados, cuerpos que se chocan
terreno invadido, desesperación...
reclamos, quejidos, entregarse todos
vibran las pasiones, se siente la acción
y en contra del otro seguir, codo a codo
falta poco tiempo, siguen los jadeos
y cansados los cuerpos llegan al final
donde sólo uno ganará este juego
de fútbol si atina su equipo a golear
grita fuerte ya la fanaticada
unos que se alegran, el triunfo es seguro
y otros que lamentan quizás la estocada
y albergan la fe en un triunfo futuro
B. Osiris B.

Aquellas cosas que no me gustan

 Aquellas cosas que no me gustan Aquellas cosas que no me gustan, sencillamente porque soy cansona. Trato de odiar poco, así que esa palabra...