No se habían percatado de su ausencia, porque la seguían viendo por los rincones, por supuesto al encontrarla desviaban la vista para no tener que hacerle saber que todo era un fingimiento y echar por tierra los planes que tenían de adueñarse de las cosas de la mujer. Lo que les llamó la atención al cabo de los días; fue el olor nauseabundo que salía de su cuarto y las moscas que se fueron enseñoreando de la casa. Por fin, después de tratar sin lograrlo de ignoralo, entraron a su cuarto y la vieron. Mejor dicho, las vieron. Una estaba reclinada en la cama, horrorosamente llena de gusanos, carcomida por ellos y con una sonrisa siniestra en el rostro; y la otra, la más impresionante aun, se estrujaba las manos nerviosamente, mientras se miraba en la cama y los observaba a ellos con esos ojos siniestros.
Llegó la policía y no entendía cómo era posible que cuatro días después
se dieran cuenta del deceso de la mujer. Los recriminaron rudamente, los
culparon de ser los homicidas o de estar encubriendo un asesino.
Ellos mientras recibían las recriminaciones que la justicia terrenal les
hacía, no podían parar de ver hacia el
rincón aquel.
El forense se llevó el cadáver, la policía salió del cuarto y de la casa
y por fin ellos, pudieron también abandonar
el cuarto en cuya esquina la mujer los miraba.
Ya en la sala la vieron de nuevo, sentada observándolos con el mayor de
los odios, y ni qué decir del comedor y el baño. Hasta en la ducha
estaba. Decidieron entonces vender la casa y mudarse. Después de
que era lo que más habían deseado prácticamente la regalaron. No podían
seguir ni un segundo más allí.
No les importó perderlo todo pues así también se liberarían muy
seguramente de la mujer y del sentimiento de culpa que los embargaba y que
seguro era lo que los hacía verla en todas partes.
Pero,
al llegar al cuartucho aquel que fue lo único que lograron conseguir con el
dinero que obtuvieron; ella allí estaba. Mirándolos. Odiándolos. Castigándolos.
Patricia Lara P.
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