De pronto, sin ella misma haberse enterado la gente dijo que estaba muerta. Ya nadie la saludó en las mañanas, ni le dirigió siquiera una mirada en el día. Ella deambulaba por la casa y por fin entendió eso de que parecía un alma en pena. Y es que seguro eso era lo que ahora ella era. Un alma en pena.
Y es que daba pena realmente, bueno, si alguien la hubiera visto o
sentido le habría dado mucha tristeza verla. Los ojos apagados, hundidos
en las cuencas, la piel blanca, pálida, los dedos largos y ganchudos, como
intentando asir algo sin lograrlo jamás.
Pasó el tiempo y claro un día cualquiera; ellos lograron su
cometido. Muerta estaba. Tendida en la cama por cuatro días y
empezando a oler mal desistieron de ignorarla y decidieron llamar a la policía
para que hiciera el levantamiento del cadáver.
Ella horrorizada en la esquina del cuarto por fin comprendía el odio que
le habían tenido, y sentía ella lo mismo. Odio de aquellas personas que
fingieron amarla primero y llorarla después hasta lograr que como un pabilo se
extinguiera.
Ahora
ellos sabrían que lo era un alma en pena.
Patricia Lara P.
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