Este cuento se me metió entre ceja y
ceja, no sé si por tanto sol o por la necesidad de hallar una fuente de
recreación intrínseca... no aclaro, que luego "escurezco", jajajajaja
¡Va cuentoooo!
Blanca (¡o un cuento para no ser contado a los niños antes de dormir!)
Al
cumplir la princesa Blanca los trece años, el reino se plagó de un
temor sombrío. Los ancianos y adultos no olvidaban ni por un momento la
profecía que con curiosidad, miedo -y un poco de morbo- se habían
asegurado se contar de generación en generación.
¿Que
cuál era la profecía? Pues, ¡nada más y nada menos que una estrofa
pronunciada por la hechicera del reino, al pie de la cuna de esta
princesa de hermosos labios rojos y tez tan blanca como la nieve, en la
misma noche de su nacimiento y cantada con vehemencia por los juglares,
en su afán de mantener viva la memoria de aquel fatídico momento:
Fría como la nieve
serás hasta la pubertad
luego un fuego invadirá
tus entrañas con locura.
No te saciará ni el cura,
tu cuerpo será fogata;
en celo, serás la gata
más ardiente de este reino
tu vida será un infierno,
¡querrás hasta con tu padre!
Ni mil brujas en aquelarre
podrán disolver mi hechizo
a menos que septillizos
nacidos en luna creciente
en ti vacíen su simiente...
sólo llegado ese día
podrán vivir la alegría
tú, el rey y toda tu gente.
Dicho
esto, la hechicera -que estaba dolida con el rey por no haber asistido a
su aquelarre número 50- hizo ¡puf!, y desapareció sin saber que se
había convertido en pionera de la poesía erótica.
Juglares, poetas, locos y cuerdos, durante diecisiete años hicieron de esa estrofa la musa para el imaginario erótico colectivo.
¡Pero,
ay, ay, ay, que ahora la cosa no estaba para cuentecitos y poemas!
¡Había llegado el día y menester era, al mal paso, darle prisa!
Las
mujeres del reino solicitaron una audiencia con el ya muy atribulado
rey, para plantearle sus inquietudes. Creyeron que hallarían consuelo y
una sabia solución, mas llegaron justo a tiempo para oír sus lamentos y
dudas respecto a la profecía.
Así,
para su sorpresa, presenciaron el momento en el que aquel padre
angustiado, temiendo que se cumplieran las fatídicas predicciones,
ordenó el destierro inmediato de su hija. Blanca no tuvo tiempo de
enojarse, concentrada como estaba en apreciar los maravillosos atributos
de los guardias que deberían dejarla a la buena de Dios en los confines
del reino, en el profundo bosque, plagado de bestias salvajes y toda
clase de criaturas. Lo dicho, la noticia de su exilio podría haber sido
una triste experiencia, pero para nuestra chica era otra cosa... la
tristeza la invadió fue cuando, habiendo partido rumbo a su destino
final, bien lejos del reino y de su amado padre (quien había cuidado de
ella desde la muerte de la reina madre) para evitar el cumplimiento de
la profecía, la joven adolescente -tal como lo señalaba el tan cacareado
oráculo- comenzó a sentir un ímpetu sexual desgarrador, descubriendo
súbitamente una necesidad inenarrable de saciar sus ansias lúbricas con
toda la escolta que se le había asignado. ¡Y he aquí que la tristeza y
el desasosiego frustraron sus libidinosas intenciones, pues resultó ser
que todos aquellos hombres buenmozos y bien dotados, resultaron ser
eunucos! De camino a lo que seguro sería su muerte virginal y solitaria,
la joven princesa lloró hasta dormirse levemente. No lograba comprender
lo que le pasaba: el descontrol de su cuerpo que clamaba ardientemente
por el contacto y el calor de otros cuerpos, la agitación de su mente
con imágenes y fantasías sexuales a cada instante más y más explícitas,
aquella ansiedad de sentir, tocar y disfrutar sus zonas erógenas con
vehemencia, la trastornaban y confundían.
Mientras
el carruaje donde viajaba recorría la senda que la llevaría a lo que
todos creían una muerte segura, satisfizo por sí misma sus ganas de
todas las formas que aquel pequeño espacio le permitía: ora con una
lanza que le había ordenado a uno de los guardias eunucos blandir para
ella, ora con la rodilla de otro; y así, hasta quedar exhausta. ¡Sí,
estaba cansada hasta el desmayo, pero ansiaba más, mucho más! y, por
eso, ni dormía ni descansaba.
Al
cuarto día de viaje, ojerosa y con los ojos vidriosos por el deseo,
Blanca fue abandonada, con unas pocas pertenencias en mitad del bosque.
Al sentir la libertad de estar fuera del carruaje, y habiéndose
percatado del sonido de una caída de agua, se le dibujó en el rostro una
sonrisa perversa y en la mente una nueva fantasía sexual que consideró
un deber impostergable, por lo que emprendió una carrera sin siquiera
voltear a mirar cuando el carruaje casi se descarrila por la huida de
los despavoridos eunucos.
Rauda
y veloz, cual gacela en celo, corrió a la cascada, con la sola guía de
sus oídos... mientras corría, se iba quitando pieza a pieza sus
vestimentas al ritmo de un sonido melódico cada vez más creciente, hasta
ahora desconocido para ella, pero que se le antojaba harto erótico y
excitante. ¡Sí, el ritmo de aquel "Aijooó" tan masculino, tan cargado de
virilidad, la complacía y excitaba sobremanera! Al llegar a la base de
la cascada, concentrada en tratar de quitarse el corsé y el corpiño (y
unos ligueros que ella se había diseñado a escondidas de la vieja nana
que nunca la entendió), no se percató de que la fuente de aquella
extraña melodía eran siete robustos enanos, hermanos nacidos de un mismo
parto, que habían venido al mundo dos años antes que ella y que -a
consecuencia de la muerte de su madre y de las supersticiones de las
gentes del reino al creerles un engendro maligno por nacer en luna
creciente, justo antes de la luna llena-también habían sido desterrados,
aunque en mejores condiciones: fueron recluidos en una cabaña donde
habitaba un viejo ermitaño -fallecido cinco años después de su llegada-
que le enseñó el aprendizaje autodidacta de muchas artes y oficios, a
compartir todo cuanto tenían (lo que les serviría de mucho de cara a su
hallazgo actual) y a trabajar arduamente en una gran mina de oro que les
legó al morir y que ahora rendía muy buenos dividendos por lo que
podían vivir bastante cómodos y sin penurias gracias a su intercambio
comercial con otros reinos donde la gente tenía una mentalidad menos
cerrada. Y, hablando de mentes abiertas, volvamos a la cascada, donde la
princesa Blanca, al ritmo de este cantar de los siete hermanos, seguía
tratando de desnudarse, para así satisfacer estas renovadas ansias que
la invadían.
Los siete
enanos, al ver tal portento de mujer detenían -alelados y deleitados- su
canto por momentos, en los cuales la princesa (cuya identidad ellos
desconocían hasta ahora) detenía su menesterosa labor y miraba en todas
las direcciones, como queriendo hallar algo. Ante cada interrupción del
canto, venía una búsqueda visual y el respectivo acto reflejo de los
siete enanos para esconderse y evitar ser descubiertos. Así, tuvo lugar
una nueva dinámica y un nuevo ritmo para que la princesa terminara de
retirarse sus atavíos. Las pequeñas interrupciones exacerbaron los
deseos de Bella, que ahora se desvestía con una sensualidad y
voluptuosidad dignas de una stripper profesional. A estas alturas, ya
nuestros siete hermanos enanos, estaban convencidos de que eran la banda
sonora y los próximos protagonistas de su propio cuento erótico, por lo
que de muy buena gana continuaron cantando hasta bien entrada la noche,
cuando Blanca cayó, extasiada y nuevamente exhausta de tantas veces que
se había dedicado a dar placer a su cuerpo con todo cuanto pudo hallar
en tan hermoso paraje.
Al
verla caer rendida, los enanos (¡todos unos atentos caballeros!)
aprovecharon la oportunidad para hacerle una camilla de ramas y, en
hombros, llevarla a su cabaña, pues tan hermosa criatura no debería
dormir a la intemperie, expuesta a los elementos y a los animales del
bosque.
Dado que ya su
repertorio de "aijó" ya había sido agotado, y acostumbrados como estaban
a cumplir cada pequeña labor al ritmo de un canto, decidieron echar
mano de una canción de juglares que su difunto maestro les enseñara y
que hablaba de una princesa, un hechizo fatal y siete hermanos. Cuando
iban a repetir el estribillo que leímos al principio de esta historia,
se detuvieron en seco y se vieron las caras; ¡en una especie de epifanía
colectiva, descubrieron que la historia narrada por tantos bardos
hablaba justo de ellos!
Al
llegar a la cabaña, decidieron que ninguno se separaría de ella para
dormir, ¡tal era su embeleso! Decido por consenso, resolvieron unir las
camas para dormir, todos juntos, alrededor de esa hermosa damisela que
ahora veían como su reina (años más tarde, en medio de una crisis minera
que casi los lleva a la quiebra, habrían de tomar esta idea para
invadir el mercado local con camas tipo "queen size", convirtiéndose en
pioneros de la industria y salvando su patrimonio, ¡pero esa es otra
historia!). En la madrugada, Blanca despertó exaltada, de nuevo poseída
por aquellas ansias que le recorrían el cuerpo. Al percatarse de dónde
estaba, sintió satisfacción, curiosidad y sorpresa, en ese mismo orden.
Los enanos, que ya habían comprendido totalmente el mensaje implícito en
la canción de los juglares, se mostraron prestos a cumplir cabalmente
con su parte de la profecía, no sin antes alimentar y poner en autos a
su ardorosa princesa de mirada seductora.
El
alba les llegó entre copones de vino, cánticos, canapés y viajes
colectivos por las fantasías sexuales de la lúbrica princesa y los
complacientes enanitos, que -entre suspiros, arañazos, gemidos y
silbidos- poco a poco le dieron a conocer sus planes para darle un final
más conveniente a aquel oráculo malintencionado.
Fue
así como, entre canto y cuento, aquellos ocho experimentaron su
sexualidad y vivieron felices para siempre... ¡Bueno, no para siempre!,
porque luego se toparon con un príncipe que se había extraviado y que
resultó ser bisexual, ¡pero ese es otro cuento!
B. Osiris B.