Rigoberto era el
nombre de un “espiglo” al que le habría gustado ser padre. Pero por
cuestiones de la naturaleza natural de los espiglos, no había podido
serlo. Tampoco había sido tío, ni primo, ni nieto, ni nada. No
tenía ni un solo pariente cercano o lejano. Y sin saber tampoco por qué
motivo, nunca había logrado encontrar otro espiglo en su vida. A su
juicio era único e irrepetible. Lo cual habría sido todo un gusto si con
el tiempo no se hubiera sentido tan solo.
Rigoberto había
intentado hacer amigos entre los animales, pero no fue aceptado por
ninguno. Al parecer era muy "raro". Raro no, pensaba
él... tan solo diferente. Pero las diferencias no les gustan a los
animales que solo aceptan a los de su misma especie o por los menos que tengan
iguales características.
Buscó entonces y
encontró seres humanos. Pero estos eran aún más crueles que los animales
y no solo lo rechazaron brutal y tajantemente sino que al tardar en marcharse
lo agredieron arrojándole piedras y palos y diciéndole terribles palabras.
El pobre Rigoberto
no encontraba un sitio en el mundo. Deseaba ser feliz y la felicidad con
el tiempo se le tornaba más y más esquiva.
Se alejó de todo lo
que conocía, atravesó mares y ríos y allá al final del mundo la encontró.
No se sabía quién
había encontrado a quien… Ella era una espiglo muy pero muy bonita y elegante y
se llamaba Lucero. Había sido criada por
unas monjas que la habían amado y aceptado sin ninguna condición. Al crecer, no de tamaño sino al hacerse mayor
sintió la necesidad de conocer a alguien de su mismo aspecto o sería de su
misma especie o condición y empezó a andar también por caminos. Le tocó ocultarse pues los seres humanos eran crueles con ella
y los animales tampoco la aceptaban por “rarita”.
Lloraba a mares en
los días y en las noches no perdía la fe de encontrar a alguien que fuera como
ella.
Ya llegando a los
confines de la tierra lo vio. Creyó que
era un buen sueño primero, después que era una fantasía hermosa luego se imaginó que había muerto y por último
estuvo segura de que era un milagro.
Ahí estaba el más
hermoso ser que había ella conocido. Y
la miraba como si soñara y tampoco pudiera creerlo. Empezaron a hablar al mismo tiempo, contaron
casi las mismas historias y cómo por fin se habían encontrado, después de
haberse soñado y buscado tanto.
Luego de mirarse
bien, de reconocer la bondad que cada uno tenía en su corazón y que se
transparentaba en la limpidez de sus ojos y la nitidez de sus almas.
Luego de haberse contado todas las historias vividas y sufridas, se
tomaron fuertemente de las manos y guardaron silencio.
Como atraídos por
una fuerza mayor miraron al cielo y vieron algo fantástico. De la luna descendía una hermosa carroza
blanca, brillaba tanto como el sol y era enorme.
Rigoberto y lucero
se frotaron los ojos y no podían dar crédito a lo que veían. De la carroza descendió entonces una hermosa
mujer. Una mujer espiglo. Se veía muy anciana y les habló con dulzura diciéndoles:
“Hijos míos” y continuó diciendo. “Han superado todas las pruebas que les
fueron impuestas y lo hicieron con honor.
Ahora sabrán que son el primer espiglo macho y la primera espiglo hembra
y que habitaran y poblaran un mundo que yo les daré”.
Harán de él un paraíso
en el que reinaran el amor y la paz.
Serán prolíficos y sus hijos los honraran siempre. Sé que serán fieles a ustedes, a su palabra y
por supuesto a mí que soy su madre amorosa.
Rigoberto y Lucero
no podían creerlo, ahora tendrían todo lo que habían soñado y lo principal… una
familia.
Después de un viaje
en la carroza con la anciana señora; llegaron a un mundo completamente nuevo y
que era adecuado para ellos y ahí vivieron felices rodeados de su numerosa
familia por siempre.
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