martes, 23 de julio de 2013

Ricitos de oro




Muy molesta con sus padres ricitos de oro salió a caminar por el bosque.  Deseó que desaparecieran para siempre de su vida.
Caminó y caminó tanto que se sintió rendida de cansancio.  A lo lejos vio humo que muy seguramente salía de un hogar y continuo su caminar hasta llegar hasta allá.
Tocó y tocó la puerta y nada.  Ni un sonido salía desde dentro de la vivienda.  Gritó y gritó tanto que se le puso ronca la voz.  Incluso pensó en soplar como el lobo feroz en la casa de los cerditos pero recordó que estaba muy cansada y que sus pulmones tampoco eran de lobo.
Así que decidió romper un cristal de una de las ventanas de abajo y entró llamando a los dueños y nada.
Le asombró ver la mesa puesta para tres.  Una silla muy grande y alta y al frente un plato enorme de avena.  La silla la lastimó por ser muy dura y la avena estaba tan caliente que se quemó la lengua y los labios; ni hablar de la cuchara que parecía una pala de jardinería.
La otra silla era mediana y muy blanda y la avena estaba muy dulce y empalagosa, además sintió que tenía grumos de algo y eso le produjo un poquito de asco y nauseas.
Por último la silla más pequeña era cómoda y delicada y la avenita estaba en su punto.  Se la comió toda sin pensar en que dejaba a alguien sin su cena.
Espero un rato sentada y como se caía de sueño subió a un cuarto en el que también había tres camas.  En la primera no logro ni siquiera subir, la segunda era tan blanda que casi se la traga enterita y la tercera era fan-tas-ti-ca.  Apenas puso la cabeza en la almohada se quedó profundamente dormida.
No supo cuánto durmió, ni en qué momento los dueños de la casa habían regresado.  Lo que si supo y le quedó bien claro es que jamás volvería a ver a sus padres, que su deseo se había cumplido; pues así como ella había terminado la cena de el osito menor, ahora ella sería el festín de la familia completa.
Sus risos tan dorados y bonitos adornan hoy una imagen de la virgen osa.

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