Muy molesta con sus padres ricitos de oro salió a caminar por el
bosque. Deseó que desaparecieran para siempre de su vida.
Caminó y caminó tanto que se sintió rendida de cansancio. A lo
lejos vio humo que muy seguramente salía de un hogar y continuo su caminar
hasta llegar hasta allá.
Tocó y tocó la puerta y nada. Ni un sonido salía desde dentro de
la vivienda. Gritó y gritó tanto que se le puso ronca la voz.
Incluso pensó en soplar como el lobo feroz en la casa de los cerditos pero
recordó que estaba muy cansada y que sus pulmones tampoco eran de lobo.
Así que decidió romper un cristal de una de las ventanas de abajo y
entró llamando a los dueños y nada.
Le asombró ver la mesa puesta para tres. Una silla muy grande y
alta y al frente un plato enorme de avena. La silla la lastimó por ser
muy dura y la avena estaba tan caliente que se quemó la lengua y los labios; ni
hablar de la cuchara que parecía una pala de jardinería.
La otra silla era mediana y muy blanda y la avena estaba muy dulce y empalagosa,
además sintió que tenía grumos de algo y eso le produjo un poquito de asco y
nauseas.
Por último la silla más pequeña era cómoda y delicada y la avenita
estaba en su punto. Se la comió toda sin pensar en que dejaba a alguien
sin su cena.
Espero un rato sentada y como se caía de sueño subió a un cuarto en el
que también había tres camas. En la primera no logro ni siquiera subir,
la segunda era tan blanda que casi se la traga enterita y la tercera era
fan-tas-ti-ca. Apenas puso la cabeza en la almohada se quedó
profundamente dormida.
No supo cuánto durmió, ni en qué momento los dueños de la casa habían
regresado. Lo que si supo y le quedó bien claro es que jamás volvería a
ver a sus padres, que su deseo se había cumplido; pues así como ella había
terminado la cena de el osito menor, ahora ella sería el festín de la familia
completa.
Sus risos tan dorados y bonitos
adornan hoy una imagen de la virgen osa.
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