domingo, 28 de julio de 2013

Blanca como la nieve


Blanca, la cucaracha albina, ve a su alrededor, suspira frente a un gran trozo de chocolate y sonríe... ¡nada puede hacerla más dichosa!: tiene un hogar limpio y decente, abundante comida y –lo que es mejor- el cariño y admiración de estos siete locos divertidos que hoy son su familia.
Atrás quedaron los días de esconderse, huraña, y de huir de cuanto bicho se le acercara por temor a ser rechazada. Y es que su vida no siempre fue tan feliz como lo es ahora, ¡no señor! Déjame que te cuente: Albina nació… ¡diferente! (Su abuela diría: “¿Diferente?, ¡yo te aviso, chirulí, esa criatura es una abominación! ¡Es blanca!, como la nieve que vi en una enciclopedia que me comí en mis días mozos)… Sí, nació diferente porque era blanca, muy blanca como la nieve, según lo que decía la abuela con tanto odio y desdén; y eso, en el mundo de las cucarachas conchudas voladoras no es muy bien visto, pues mientras más parda seas, mejor futuro te espera. Pero ella nació blanquísima. Y eso marcó su destino: nadie la quiso nunca, a pesar de sus grandes y fuertes alas, ni de la ternura de sus grandes y bien formados ojos; de chiripa, no pudo jugar con ninguna otra chiripita y en la plenitud de su vida –llegado el momento de aparearse- no consiguió un macho que quisiera “correr el riesgo”.
Así la vida, Albina abandonó en un vuelo el gran cucarachal y se fue a recorrer mundo. La historia se repetía una y otra vez: nadie quería a una cucaracha blanca, así que su vida se fue tornando muy solitaria hasta que un día, en el restaurant de un campo de béisbol, conoció a quien sería su gran amiga por mucho tiempo: Albani, una cucaracha tan blanca y reluciente como ella, pero con una notable obsesión por teñirse las alas de color pardo.
Albani era muy dicharachera y pareció no atender mucho cuando Albina le explicó lo de ser “blanca como la nieve”; recibió a Albina ¡como si nada!, le dio a probar “flaquitos” (unos deliciosos dulces de galletas crocantes recubiertos de chocolate), pirulines (¡igual de deliciosos!) y chocolate amargo. Albani le explicó que eran buenos para tomar un poco de color, pero Albina, aparte de un gran empacho, no vio ningún efecto en su pigmentación.
Comenzaron ambas una amistad matizada por los sermones de Albina por la autoaceptación de su condición de ser “blancas como la nieve” y las locuras que cada día emprendía Albani, en su búsqueda de ser una cucaracha tan parda como la que más.
Una mañana, Albani despertó con gritos de euforia a Albina:
– Llegó el gran día, amiga mía, hoy regresaremos con júbilo y gloria al gran cucarachal!, ¡seremos dos cucarachas nor-ma-les!- dijo la alocada cucaracha, que renqueaba a consecuencia de su más reciente intento de teñirse el exoesqueleto.
Albina –que sabía muy bien que a su amiga le patinaba el coco- preguntó, con cierto recelo:
– ¿A qué te refieres? ¿Qué nueva locura harás hoy?, ¡mira que ayer casi mueres en la olla de chocolate de la funeraria! “Esto no pinta nada bien”, dijo para sus adentros.
– ¡Ay, no, mijita!- dijo Albani, cortando de tajo sus pensamientos. – ¡Alístate rápido y deja la monserga. Hoy están pintando la reja del campo con un maravilloso tono pardo!, ¡hoy es el gran día!: será una pasadita nada más y ya verás como nadie recuerda este horrendo color nieve. ¡Será el retorno del año!
Ya listas, y con Albina a regañadientes, se pusieron en camino. Albani, pese a que le faltaba su patita principal desde el incidente de la funeraria, revoloteaba y caminaba tan emocionada, que pronto olvidó a Albina, quien reacia a esta nueva locura de su acomplejada amiga, redujo considerablemente el paso.
Albina se distrajo en el camino y jugó un poco con una bolsita que aún guardaba unos deliciosos restos de crocante cereal. Luego, sorbió un poco del néctar de una lata de refresco que la tentaba con su olor dulzón. Minutos después lamentaría esta pequeña distracción, pero ella aún no lo sabía. Cuando iba a mordisquear un delicioso trozo de chocolate, recordó la loca aventura de quien había sido su amiga entrañable y única compañera en los últimos tiempos; por ella había conocido el chocolate y… de pronto, se percató de que fantaseaba y que Albani no estaba por todo el panorama. Abandonó aquella dulce tentación y corrió tan rápido como pudo.
Revoloteó aquí y allá, buscó por las gradas y en los potes de la basura. En vano gritó, llamando a su amiga… ninguna respuesta. Se sintió aturdida por el olor tan fuerte de la pintura, se tambaleó un poco, pero el malestar no detuvo su afán de encontrar a su loca compañera de aventuras. Luego de muchas vueltas, avistó una especie de pegoste marrón que se movía aparatosamente en un rincón, dejando un rastro pardo oscuro. “ Esa huella es inconfundible”, pensó con un gran estremecimiento en sus millones de neuronas. Apresuró el paso, corrió para encontrar, patas arriba, luchando por voltearse a su muy querida y loca amiga.
– ¡Albani!, déjame ayudarte… pero, ¿qué has hecho?...
No pudo decir una palabra más. La mirada de desprecio y el desdén en las palabras de quien fuese la única cucaracha en entender el dolor de estar sola, la paralizaron:
– ¡No me toques, horrenda cucaracha blanca, me contaminarás!- dijo Albani con tono entrecortado, dando serias muestras de asfixia a causa de la pintura regada en todo su cuerpo. Pero el paroxismo de haber logrado su sueño no la dejaba entender el peligro en el que se hallaba.
– Pero, amiga, déjame ayudarte a dar la vuelta; necesitas voltearte, o
pronto morirás- inquirió con preocupación.
– ¡Aléjate de mi presencia, ya no somos iguales, no quiero que me vean contigo! No finjas que te intereso, ¡no te atrevas a tocarme! Una cucaracha parda no necesita de ninguna criatura tan abominable como tú. ¡Vete, lárgate!
Forcejearon un poco. Albina, tratando de voltear a su amiga para evitarle la muerte, Albani para evitar a toda costa el contacto de aquella que fuera su amiga y a quien ahora veía tan repulsiva. Pasado un rato, ya en sus últimos alientos, Albani gritó con desespero:
– ¡Blanca, eres blanca como la nieve y nunca serás como yo! ¡Argh, blan-ca!...- Dio un último pataleo y murió, parda y pegajosa, sin lograr ver que toda su panza aún era de aquel color blanco que tanto despreciaba.
Quiso ayudarla, darle una sepultura digna pero, al tratar de arrastrar el cuerpo sin vida de su muy querida Albani, sintió la presencia de muchos humanos y tuvo que huir del lugar en raudo vuelo . Lejos de la multitud, se adentró en un jardín y lloró desconsoladamente… Aún retumbaban en ella aquellas palabras: “¡Blanca, eres blanca como la nieve!” … “¡nunca serás como yo!” … lloró y deambuló por aquel jardín hasta caer la noche. Se sintió desorientada y con hambre… “¡cuánto no haría por un buen trozo de chocolate!”, pensó desesperada. De pronto, sintió que caía en un profundo agujero, desplazándose por una arenilla muy fina y agradable al tacto de sus patas.
Al final de aquel tobogán de arena fina, estaba muy oscuro, pero luego reconoció la tenue luz de unas luciérnagas que iban y venían sirviendo néctar fermentado en siete cálices de diente de león. Al preguntarse quiénes serían los comensales de aquella bebida de olor tan dulzón que invitaba a probar aún sin permiso, se percató de que había siete negrísimas y grandes mordazas y siete pares de ojos que la veían con gran curiosidad y sorpresa desde el sector más oscuro del salón.
Se preparó para lo peor: desde las burlas insoportables por su color blanco, hasta morir en las fauces de aquellos animales. Lo que ella nunca se esperó fue que se toparía con siete galanes excéntricos que la rodearon, fueron detallándola poco a poco en una especie de ronda africana y luego se deshicieron en elogios y piropos, tratándola como a toda una reina.
Los siete bachacos, luego de un largo “fuiii-fuiiiu” le preguntaron al unísono:
– ¿Cómo te llamas, belleza?
Titubeó un poco por la triple sorpresa de la caída, los anfitriones y el recibimiento. Aún aturdida por el recuerdo de aquellas palabras, sólo alcanzó a responder:
– Blanca, soy bl… blanca com…
Los siete bachacos -unos zánganos fugitivos de un hormiguero cercano- babeados e impresionados por la brillantez de aquella cucaracha y ahora sorprendidos por la cándida timidez de su huésped, no la dejaron terminar la frase y volvieron a exclamar en coro:
– ¡Blaaanca!
Un silencio, miradas entrecruzadas y una carcajada colectiva. Luego, de nuevo otro silencio, que el más dicharachero y alegre de los bachacos rompió, exclamando:
– ¡Un brindis por la reina Blanca!
A lo que todos, otra vez en coro, respondieron:
– ¡Por la reina Blanca, salud!
– ¡No, no, no! ¡Soy Albina!
En vano trató de dar explicaciones, cada vez que lo intentaba, un brindis la hacía callar y, enseguida, se oía otra andanada de carcajadas. Y así transcurrió el tiempo… Cada tanto trataó de explicar y cada tanto se escuchó:
– Blanca, la reina albina
A lo que otro de los bachacos exclamó:
– ¡Un brindis por la reina Blanca! Y estallaron en carcajadas nuevamente.
Las risas asomaban comprensión, solidaridad y la promesa implícita de que no harían preguntas.
Ese fue el comienzo de una nueva vida, llena de risas, brindis y comodidades. Hoy, al celebrar su aniversario, nada le pesa de su pasado. Blanca disfruta de una nueva identidad que surgió de un “buen mal entendido”. Recuerda, en la distancia, aquellas amargas palabras “¡Blanca, eres blanca como la nieve… nunca serás como yo! Y sonríe nuevamente en la certeza de esa afirmación.
Como te dije al principio de este cuento, Blanca sonríe, saborea su delicioso chocolate y levanta su cáliz de diente de león mientras escucha:
– ¡Un brindis por la reina Blanca!
A lo que todos, otra vez en coro, responden:
– ¡Por la reina Blanca, salud! Y resuenan las carcajadas.
Definitivamente... ¡nada puede hacerla más dichosa!: tiene un hogar limpio y decente, abundante comida y –lo que es mejor- el cariño y admiración de estos siete locos divertidos que hoy son su familia. 

B. Osiris B.

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