lunes, 11 de agosto de 2014

Dolor filosófico





El dolor -compañero de camino aposentado en toda mi humanidad-, para mí, es incoloro, pero brillante –¡muy brillante, como el sol de cada día!- y totalmente translúcido. Mas, si bien es cierto que se me hace transparente, no es menos cierto que tiene sabor. ¡Sí, para mí el color tiene sabor, múltiples y variados sabores!: el que más vívidamente recuerdo es un sabor acre, como el de un metal oxidado, y a veces puede ser mucho, muy amargo. Hay, además, dolores dulces, como el de un pequeño pinchazo que conducirá al alivio de un dolor mayor; y dolores ácidos, que te retuercen el rostro y hacen que se olvide cómo sonreír… Hay dolores que, siendo incoloros, filtran la luz de la vida, las emociones y los afectos, como un caleidoscopio y, si no te concentras, te llenan de manchas multicolores el paisaje, alejándote de la realidad. Y hay dolores oscuros, muy oscuros, que se te adentran en el alma y permanecen allí, apostandos, tratando de apagar todo brillo que pueda surgir. También hay dolores incandescentes, lacerantes, que aturden los sentidos y queman en la piel, que borran la sonrisa por instante, hasta que recuerdas que son sólo eso, dolores, o hasta que aprendes a vivir con ellos porque te recuerdan que –a pesar de ellos- sigues viva. Y, pensándolo bien, creo que hay dolores metafísicos, a cuadros blancos y negros, como un banderín de carrera, que en cada amanecer te marcan la salida a tu carrera diaria y que allá, al final del camino, te recuerdan que la meta, día a día, es sonreír y trascender su existencia como opción de vida. Son dolores filosóficos, que permiten apreciar los pequeños momentos gratos y soltar una carcajada al viento, ¡aunque sonreír también duela!
B. Osiris B.

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