Era esa la forma de nombrar a la mujer aquella que todos los días a las
5 de la mañana salía de su casa para la misa de 6. Agarraba ella una mano con la otra y
las apretaba de manera tal que se cortaba la circulación a ratos.
Caminaba despacio, mirando al piso y tan encorvada que no entendía yo, ni nadie
más como era no se caía.
Llegaba a la iglesia y arrodillada desde la puerta, llegaba hasta el
confesionario. Hacía fila y le contaba al padre todos los pecados que
había cometido desde el día anterior. Arrodillada igual llegaba hasta el
pulpito y agachada escuchaba la misa. El padre al momento de dar la
comunión se le acercaba y de manera insólita lograba introducir en esa boca
casi cerrada y con un rictus constante de dolor; el cuerpo de Cristo.
Terminada la misa, igual; casi a gatas abandonaba la iglesia; ya en la
calle se paraba de nuevo para iniciar el regreso a su casa, macerando sus
manos, agachada y llorosa.
¡Pobrecilla! Pensaban unos.
¿Qué pecado tan grave; habrá podido cometer esta mujer para que ella misma no
logre perdonarse? Era lo que opinaban
otros.
Lo
que nunca supieron ellos; era que la mujer hermosa que noche a noche abandonaba
la misma casa, Con hermosos y vistosos vestidos y dispuesta a la conquista de
cualquier hombre que se cruzara en su camino, para poder en ellos satisfacer sus
deseos de mujer y también sus deseos de sangre.
No sabían tampoco que era la misma que clavaba en sus pechos un puñal, para bañarse
en esa sangre tibia que la enardecía aún más. Y que le era plenamente necesaria para seguir
viviendo, la vida a la que se había condenado a sí misma.
Nunca supieron que la mujer hermosa, la misma que un día atraparon con el arma en las manos y bañada aun en sangre tibia; era la "Lastimera".
Nunca supieron que la mujer hermosa, la misma que un día atraparon con el arma en las manos y bañada aun en sangre tibia; era la "Lastimera".
Patricia Lara P.
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