Apasionada era la palabra justa para definirla a ella cada vez que lo
tenía cerca. No podía dejar de mirarlo, de observar cada uno de los
detalles de su cabello, de sus ojos, sus manos, su piel. Ella notaba las
arrugas que paulatina pero lentamente se iban acomodando alrededor de sus ojos
y en las comisuras de sus labios. Ella
idolatraba los hoyuelos de sus mejillas. Pensar en su boca la hacía
humedecer los labios y sus mejillas se cubrían de rubor; mientras sus ojos la
llevaban por caminos de luz y de estrellitas.
¿Se podría llamar amor? Realmente no lo sabía pero creía que si no
lo era, o por lo menos se le parecía mucho al que veía en las telenovelas o
leía en las revistas del corazón e incluso ha escuchado en sus noches de
infancia en los hermosos cuentos de hadas.
Él ni enterado estaba de todas las cosas que la hacía sentir. No
sabía que todas las noches se dormía abrazada a sus brazos, recostada en su pecho. No intuía que le hacía el amor de aquella
forma que la enardecía y la volvía loca.
El tiempo fue pasando y su apasionamiento en lugar de declinar
aumentaba. Era como un volcán a punto de hacer erupción, como un
deslizamiento de tierra que lo cubriría todo, como una marejada metiéndose en
las tierras, en las casas y destruyendo todo a su paso.
El pobre hombre nunca vio en ella más que una amiga. Casi, casi
una hermana y tampoco vio la muerte que se le aproximaba en aquellos ojos
llorosos y aquellas manos temblorosas que sin querer hundieron las tijeras en
su pecho.
Por fin, por primera vez en su vida, uno de sus sueños se hizo realidad
pues al verlo tendido a sus pies, ella
se arrodilló primero y luego; suavemente, amorosamente diría. Reclinó su cabeza en su pecho y escuchó los
últimos latidos de su corazón; mientras la sangre los manchaba todos.
La
encontraron dormida, abrazada a su amor, con una sonrisa en el rostro y amándolo
como solo ella sabía hacerlo. Con pasión y locura.
Patricia Lara P.
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