domingo, 10 de agosto de 2014

El hueso gustador




Era tal la pobreza de aquellas gentes que incluso comprar un hueso gustador por familia era imposible.  Así que hartos de tomarse el aguasal sin sabor; decidieron reunir el dinero entre todos y usar el hueso una vez al día en cada una de las casas de los aportantes.
El problema fue determinar a quién le correspondía el primer día y quien sería el último pues para ese momento el huesito estaría ya sin sustancia.
Después de hablar, discutir y casi; casi llegar a las manos hicieron una rifa.  Las condiciones eran las siguientes: Que el hueso sería introducido en la sopa solo tres veces y al último que le tocara se quedaba con él para sacarle alguna Brincha* de carne que tuviera. Otra muy importante era que no podían chuparlo ni tocarlo.  Ya atado el hueso a una cabuya de la  que se amarraría sobre el fogón o mejor sobre la olla y con la misma que sería transportado a la siguiente cocina.  Lo demás era respetar los turnos y ser muy honrados.
La semana fue dura.  Los primeros usuarios del hueso gustador; felices se tomaron su sopita con sustancia.  A los ranchos aledaños llegaba el olor delicioso y soñaban con el día que les correspondiera.  Pero, no fue igual.  Ya no tenía ese aroma y se sintieron frustrados.  Y ni hablar de los siguientes, hasta llegar a los últimos.   Ya que en el camino se le habían comido hasta el más minúsculo trozo de carne que pudiera haber tenido en su momento.
Se reunieron de nuevo y hubo más gritos, amenazas, improperios y esta vez decidieron que estarían presentes al momento y hora de ponerlo en la sopa para que ninguno se atreviera a usarlo de más.  Pero dudaban entonces qué pasaría al momento de salir y que la familia lo metiera de nuevo en la olla.  La incertidumbre era tremenda.  Desconfiaban los unos de los otros y sufrían lo indecible.  A veces se despertaban a mitad de la noche pensando en el hueso.  Mientras miraban con desconfianza a los que antes fueran amigos.
La siguiente reunión fue más frustrante aun.  Nuevos gritos, amenazas, improperios, recriminaciones, lágrimas y de nuevo el acuerdo.  Esta vez lo guardarían a buen recaudo y con llave.  Una sola persona la tendría y sería el custodio del hueso en cada cocina.  Nadie podía meterlo en la olla más de tres veces y con tiempo controlado por supuesto. 
Pero entonces la desconfianza contra el cuidador fue en aumento.  Una noche, cada uno por su lado fue llegándose a la casa del sujeto y sin mediar palabra se encontraron a su puerta.  Sin pensarlo dos veces entraron y cuál sería su sorpresa al encontrar el hueso entre las patas del perro.  En un descuido lo había agarrado y luego de jugar con él.  De mordisquearlo y olerlo dormía plácidamente en la tranquilidad de la comida del siguiente día garantizada.
Ahora las familias toman su sopa sin sustancia y sueñan con el día en que puedan ir al matadero a comprar su propio hueso gustador.
Patricia Lara P.

·       * Brincha:  trozo, hilacha

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