Era tal la pobreza de aquellas gentes que incluso comprar un hueso
gustador por familia era imposible. Así que hartos de tomarse el aguasal
sin sabor; decidieron reunir el dinero entre todos y usar el hueso una vez al
día en cada una de las casas de los aportantes.
El problema fue determinar a quién le correspondía el primer día y quien
sería el último pues para ese momento el huesito estaría ya sin sustancia.
Después de hablar, discutir y casi; casi llegar a las manos hicieron una
rifa. Las condiciones eran las siguientes: Que el hueso sería
introducido en la sopa solo tres veces y al último que le tocara se quedaba con
él para sacarle alguna Brincha* de carne que tuviera. Otra muy importante era
que no podían chuparlo ni tocarlo. Ya atado el hueso a una cabuya de la que se amarraría sobre el fogón o mejor sobre
la olla y con la misma que sería transportado a la siguiente cocina. Lo
demás era respetar los turnos y ser muy honrados.
La semana fue dura. Los primeros usuarios del hueso gustador;
felices se tomaron su sopita con sustancia. A los ranchos aledaños
llegaba el olor delicioso y soñaban con el día que les correspondiera.
Pero, no fue igual. Ya no tenía ese aroma y se sintieron
frustrados. Y ni hablar de los siguientes, hasta llegar a los últimos. Ya que en el camino se le habían comido
hasta el más minúsculo trozo de carne que pudiera haber tenido en su momento.
Se reunieron de nuevo y hubo más gritos, amenazas, improperios y esta
vez decidieron que estarían presentes al momento y hora de ponerlo en la sopa
para que ninguno se atreviera a usarlo de más. Pero dudaban entonces qué
pasaría al momento de salir y que la familia lo metiera de nuevo en la
olla. La incertidumbre era tremenda. Desconfiaban los unos de los
otros y sufrían lo indecible. A veces se despertaban a mitad de la noche
pensando en el hueso. Mientras miraban
con desconfianza a los que antes fueran amigos.
La siguiente reunión fue más frustrante aun. Nuevos gritos,
amenazas, improperios, recriminaciones, lágrimas y de nuevo el acuerdo.
Esta vez lo guardarían a buen recaudo y con llave. Una sola persona la
tendría y sería el custodio del hueso en cada cocina. Nadie podía meterlo
en la olla más de tres veces y con tiempo controlado por supuesto.
Pero entonces la desconfianza contra el cuidador fue en aumento.
Una noche, cada uno por su lado fue llegándose a la casa del sujeto y sin
mediar palabra se encontraron a su puerta. Sin pensarlo dos veces
entraron y cuál sería su sorpresa al encontrar el hueso entre las patas del
perro. En un descuido lo había agarrado y luego de jugar con él. De
mordisquearlo y olerlo dormía plácidamente en la tranquilidad de la comida del
siguiente día garantizada.
Ahora
las familias toman su sopa sin sustancia y sueñan con el día en que puedan ir
al matadero a comprar su propio hueso gustador.
Patricia Lara P.
· * Brincha: trozo, hilacha
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