Tenía tanto frío...
el sol hacía ya mucho tiempo no salía para ella. Su vida iba de nubarrón
en nubarrón, de chubasco en chubasco y de tristeza en tristeza. No
entendía qué era lo que había hecho tan mal en esta o en alguna de sus otras
vidas como para tener que ir de mal en peor, de peor en insufrible, de
insufrible en doloroso y a tenebroso sucesiva y raudamente.
Se había vestido siempre de negro o de gris, de pronto sintió una urgente
necesidad y cambió los colores de sus trajes pensando que
en algo ayudaría, pero el rojo le recordaba la sangre que habían derramado sus
hijos en aquel terrible accidente, el azul el agua en la que se había ahogado
su esposo, el blanco las flores de sus tumbas, el morado los golpes que lucían
en sus cuerpos y rostros, y así en terrible sucesión. Entonces regresó a sus
originales grises y negros. La nube
continuaba sobre su cabeza no solo ocultándole el sol que sabía era radiante
para unos y llorando sobre su frente y sus cabellos las lágrimas que no
derramaban sus ojos. No comprendía
porqué toda la tristeza del mundo se había enseñoreado de su ser. Una buena
noche en sueños, visitó un cultivo de girasoles. No podía dejar de pensar en ellos. Su color amarillo brillante le recordaba el
sol de otros momentos. El campo ancho y
dorado la llenaba de alegría y de ganas de correr y de saltar. Era un sentimiento olvidado en su ser el que
regresaba a ella en ese plantío. Tomó el auto, la nube se posó sobre él. Recorrió caminos, limpiando su panorámico con
fruición. Por fin… a lo lejos… el sol cálido
y brillante cobijaba con ternura el campo de girasoles más hermoso que había
visto en su vida. El cultivo aquel era
la esperanza. Y por fin sus labios
dibujaron una sonrisa mientras se recostaba a la sombra el más hermoso y grande
girasol. Sintió el calor que la
embargaba y por fin aquella nube negra se alejó. Y durmió desde entonces el sueño de los
justos.
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