Fue así como ella por fin entendió que ese cuentecito de que había nacido para ser feliz no era otra cosa que un cuento. Uno como esos que le narraba su abuela en las noches, mientras la arropaba amorosamente y le daba un beso. En esos momentos se sentía segura. Hoy por hoy, cuando más desesperada estaba acudía a ese rincón que era su cama y sentía al cerrar los ojos las amorosas manos de la abuela dándole la bendición y corriendo los cabellos que le cubrían la cara, limpiándole las lágrimas y dándole consuelo.
Anoche, desesperada como se sentía. Con el mundo recostando en su espalda todo el
peso que suele tener, acudió a su abuela.
Luego de hablar un rato, limpio concienzudamente la habitación, puso el edredón
rosa de seda sobre la cama y acomodó primorosamente los cojines. Miró el
cuarto y se sintió segura.
Pero la realidad la apabullaba, la
embargaba de tal forma que solo fue un instante de seguridad y el dolor
retornó. Fue a la cocina y clamó de nuevo por su abuela, con los ojos
anegados en lágrimas se preparó un café que nunca fue como los que preparaba
ella. Y la llamó de nuevo. Puso la bebida oscura y caliente en la
taza de porcelana rosa, le agregó azúcar y siguió llamándola, ya al final y
recostada en su cama, un poco de láudano condimentó la formula.
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