En aquel pueblo llovía, como todos los días a las cuatro de la tarde en
punto. Nunca le había pasado en ningún otro sitio del mundo que la lluvia
tuviera horario. Pero aquí sí que lo tenía. El rey del Principito
habría estado feliz ordenando no solo la salida del sol o el ocaso; sino
también la lluvia.
Podría haber argumentado que era un gran mago que todo lo obtenía y que
gracias a él funcionaba aquel mundo, muy seguramente diría también, alegando en
su defensa que era irreemplazable.
Llovía un par de horas máximo, o 10 minutos como mínimo. A veces
una suave llovizna lo cubría todo, otras un gran chubasco que creaba charcos en
las calles y dejaba los árboles goteando un buen rato, de tal modo que no solo
era el tiempo de la lluvia mientras llovía; sino la de la caída de esta desde las hojas verdes y alegres que flotaban
al viento.
La gente desde las 3 y pico alistaba el paraguas, incluso lo abría un
par de minutos antes de iniciar la lluvia predecible y se enfundaba en sacos y abrigos, con guantes y bufandas.
Un día entre tantos pero el primero entre muchos, la lluvia no
llegó. Los sorprendió a todos el calor inclemente bien abrigados.
Sudaban y se abanicaban con lo que encontraban, otros tantos usaron sus
paraguas como parasoles y unos pocos más aun dudando los cerraron entre apesadumbrados y sorprendidos.
¿Cómo era posible que la lluvia no hubiera cumplido la tan consabida
cita?
Esa noche la gente no cenó con alegría y tan pronto pudieron se fueron a
la cama ansiosos. Era como se desearan adelantar el tiempo y llegar a las
cuatro de la tarde del día siguiente.
Y de nuevo el día transcurrió muy despacio y cuando se aproximaba la
hora, se abrigaron. Guantes, abrigos, sombreros y por supuesto el
paraguas. Miraron al cielo y dudaron abrirlo. Las nubes brillaban por
su ausencia.
¿No llovería tampoco este día?
¿Acaso la lluvia no regresaría jamás y morirían de sed?
El temor los cobijó de pronto. Atiborraron los almacenes, comprando
agua y provisiones varias. Si no llovía más el alimento también escasearía.
Esa noche no pudieron cenar nada, el desayuno matutino se atragantaba en
sus gargantas y ni hablar del almuerzo.
A punto de las 4 de la tarde, cayeron unas gotas tibias y pequeñas que
los llenaron de alegría y les devolvieron la fe. Bailaban de la dicha y se
abrazaban todos. Sentían que lo malo que por unos días los había amenazado desaparecía en esas gotas tibias.
Se fueron a sus casas, cenaron muy felices, desayunaron bien al otro
día. El almuerzo les resultó alegre como antaño.
Para serles sincero, no ha llovido
mucho últimamente, la tierra se reseca y el agua escasea, pero ellos se
conforman con esas gotas tibias de las cuatro.
Patricia Lara P.
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