domingo, 18 de mayo de 2014

La última aventura





Emiliano pensó en atravesar aquel pueblo de una calle con un optimismo inenarrable. De sus ojos irradiaba tanta alegría, que casi se podía decir que el sol refulgente de aquella mañana de un domingo de mayo salía de su rostro. A paso fuerte, montando en su brioso caballo, cruzó la curva que ocultaba el cartel de bienvenida.

Notó cierto escalofrío al cruzar las primeras bardas, pero se dijo que sería por la emoción de la aventura. De pronto, muchos chasquidos bajo los cascos de su caballo le hicieron aminorar su marcha y, luego, detenerla por completo, apeándose del caballo, para seguir su marcha a pie, riendas en mano.

El rocín estaba inquieto y, superado el primer impulso de sus emociones por cruzar el mítico pueblo, Emiliano comprendió que parte del impacto que sufría su noble compañero provenía del extraño olor que despedían aquellos trozos que en un principio creyó restos de rocas calizas. Ahora, mirándolos de cerca, el joven aventurero no salía de su asombro. Se trataba de cuerpos desecados, trozos de huesos esparcidos aquí y allá, cual si de un empedrado natural se tratara. A uno y otro lado pudo apreciar algunas prendas de vestir propias de los paisanos de la zona e, incluso, logró distinguir piezas óseas muy parecidas a aquellas que con tanta curiosidad observara en sus clases de anatomía en la cátedra de ciencias, en la secundaria.

Apenas pudo reaccionar, haló las riendas de su caballo solo para escuchar un ruido seco, como de ramas secas que se resquebrajan. Volvió la mirada y, aterido por el pánico que invadía su mente, descubrió que las riendas apenas halaban una reseca mandíbula, que dejaba atrás a unos extrañamente descarnados ijares. Presa del terror, miró sus manos, observó aún atónito aquellas tiras envejecidas en las que se habían tornado las riendas y las soltó con desdén y cierto extraño temor a contagiarse de aquel extraño fenómeno.

En un abrir y cerrar de ojos, decidió que debía escapar de aquel lugar y emprendió la huida en una carrera que le pareció infinita. Por alguna extraña razón, sentía que sus pies ya no le acompañaban, que su cuerpo no respondía, que a cada paso se fundía más y más con el óseo adoquinado de aquel pueblo de una sola calle que tanto le habían recomendado excluir de su periplo. Emiliano oyó de nuevo el sonido de ramas resquebrajándose, su respiración se hizo lenta y su paso pesado. Le flaquearon las fuerzas y, en un chasquido, cayó de rodillas. La caída acentuó la percepción extraña de ser él quien se cuarteaba, como una pieza de barro reseca por el sol ardiente de aquella mañana que ya se tornaba en mediodía. Estiró una mano, como pidiendo ayuda o queriendo asir con ella el final de la calle que ahora se le tornaba infinita. Fue lo último que alcanzó a ver, su mano quebrarse contra el piso, justo antes de que sus globos oculares saltaran, exorbitados, de sus cavidades, para convertirse en dos pequeños montones de cenizas. Un soplo de viento, el primero de aquella mañana, dispersó las cenizas. Terminaba la aventura de Emiliano por el pueblo de una calle que nadie pudo cruzar jamás. Al fondo, en la entrada del pueblo, un jinete sonriente y optimista, se apeaba de su caballo.
B. Osiris B.

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