sábado, 8 de octubre de 2016

El regalo del abuelo




El Regalo del Abuelo

Octubre, 02. Funeraria Vallés. Caracas.  El abuelo llora desconsoladamente  la muerte de su único nieto. En el privado que se reserva a los familiares del difunto, sin más compañía que una elegante carterita de cuero bien aprovisionada del último buen brandy que atesoraba en su licorera, no deja de evocar el encuentro que sería la clave de este triste momento.  Su mente, a los ojos de su hijo y su nuera, desvaría bajo los efectos del alcohol.   ¿Por qué otra razón, si no, insistiría tanto en decir que él es culpable de la muerte de su nieto? 
Insisten en que se duerna, a ver si, cuando se le pase la borrachera,  deja de asumir una culpa que todos niegan sea suya.   Pero el atribulado anciano no puede sacar de su mente que hace dos días su nieto, ese niño que viera nacer hace dieciocho años, luego de que Ada Luisa se hiciera tantos tratamientos para concebir, estaba de cumpleaños.  Sí, hace dos días celebraban la mayoría de edad de su nietecito, quien ni siquiera por el hecho de tal celebración, dejaba a un lado esa actitud taciturna, triste y sombría que lo caracterizaba.
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Tampoco olvida que, queriendo darle un regalo especial, "de hombres", fue y le empacó en un hermoso estuche una maquinilla de afeitar y dos paquetes de hojillas de acero inoxidable, ¡toda una reliquia!
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El abuelo recuerda una y otra vez que, no queriendo importunar en la reunión, llamó a un lado al nieto, para entregarle aquel peculiar obsequio.   Hace una pausa en sus evocaciones y emprende el llanto nuevamente, no sin antes darle un sorbo largo a la bebida espirituosa. Se limpia los labios con el dorso de la mano, misma con la que enjuga sus lágrimas y golpea su frente, como tratando de expulsar toda imagen.   Pero es allí cuando el recuerdo regresa para seguir abrumando al anciano, pues no puede sacar de su mente aquel cambio que se operó en el rostro de su nieto al recibir su presente: pasó de una mirada displicente y una actitud rayante en la agresividad, a una extraña y malévola sonrisa.  Acto seguido, le dio un profundo abrazo, ese que nunca le había dado y que hoy más que nunca quisiera que no hubiese ocurrido jamás.
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Confundido, el abuelo no logra precisar en qué momento su nieto logró escabullirse de la familia y los invitados; apenas cree haberlo visto huir, regalo en mano, escaleras arriba.
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Lo próximo, desde su punto de vista, es su propia consumación como cómplice del suicidio de David, su amado nieto, quien después de regalarle el más efusivo abrazo y su única sonrisa, decidió estrenar el juego de hojillas cortándose las venas para acabar con su vida.
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Afuera, en el salón del velatorio, todos rezan, mientras el abuelo, en solitario, se maldice a sí mismo y se embriaga de culpa, rociada con su último brandy de buena cosecha.


Belkis O Bocaney

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