lunes, 4 de noviembre de 2013

Estacionaria


El día que Ernesto murió, a Leticia le nacieron flores en los labios. Había muerto el matapalo que la secaba día tras día. Y se volvió primavera eterna, floreciendo en sonrisas y en buena voluntad. Se convirtió en primavera andante, que regaba cada rincón con aromas de vida renovada. El mismo día de su entierro, se sintió sauce, araguaney o arrayán florido. Olía a fruta madura recién cortada e inspiraba a todos como una brisa fresca matinal. Su contoneo por las calles del pueblo daba un nuevo aire a cada día, a cada nueva pequeña o gran empresa. El arroyo de sus palabras regaba la pulpería, la botica y la escuela. Y, en los sembradíos, antes lúgubres y fríos, se regaba su canto a pleno sol, alegrando la faena. Fue así por mucho tiempo, tanto, que nadie se esperaba lo que pasó aquella mañana de un domingo de diciembre, a la salida de la misa de domingo.

Al pueblo llegó Jeremías, sobrino de su madrina Nazaria, con una sonrisa de sol ardiente y unos ojos de lucero en luna llena. Y Leticia se volvió verano. Encendida a cada momento, los vapores de su cuerpo irradiaban por las callejuelas del pueblo, contagiando a jóvenes y viejos. Sí, frente a Jeremías Leticia se volvió verano ardiente, entrega arrolladora, sed incesante de seguir viviendo. Y hoy Leticia es mujer sol, que enciende el corazón de Jeremías, le nutre los poros y le calcina en deseos… “Y que al verano le llueva cada tanto, es lo que quiero”, piensa Soledad, su madre. La sequía no es buena si se junta con el verano, ¡y ella bien lo sabe!

B. Osiris B.

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