Y ahí estaba el pobre hombre. Atrapado en una noche eterna en un pueblo
lleno de fantasmas, en un cuarto sucio y maloliente y metido entre unas cobijas
polvorientas que lo ahogaban y que desgranaban piquetes a diestra y siniestra.
Y es que las pulgas aquellas sí que estaban bien vivas y sedientas.
Esperaba que pasara la noche y por
fin saliera el sol brillante y con sus rayos dorados espantando tanto muerto en
pena. Pero no. El día no llegaba. Y curiosamente los piquetes
cesaron igual a como habían empezado. Respiraba mejor y el espanto había
cesado también. Era la paz luego de la tormenta o mejor la muerte después
de la vida. Y la vida no es como la muerte… eterna.
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