sábado, 9 de noviembre de 2013

Amargura, la mujer que nació para ser su nombre





Nació llorando y dando patadas. Encima, justo antes, se cagó en el vientre de su madre, lo que le causó una muerte temprana y dolorosa: en un pueblo como el suyo, una sepsis por meconio no deja muchas alternativas. Su padre la culpó por ello y se deshizo de la que consideraba una mala semilla tan pronto como pudo. Conoció tempranamente el sabor del desprecio, el maltrato y las maledicencias. Fue blanco fijo de muchas maldades. No creció porque quisiera, ni porque alguien se esforzara en ello, simplemente ese era su destino, ¡crecer! Al escaparse del orfanato –una casa llena de asquerosos olores y malas experiencias, según ella contaba-, conoció al que en adelante fue su compañero de vida (si es que puede llamarse vida lo que llevó con él). El patán que le tocó en suerte se casó con ella (una esclava simpaticona no se consigue a la vuelta de la esquina) y, nada más llegar a casa, le dio su primera paliza, por no complacerle en sus deseos. Fue el prolegómeno de una relación que le hizo grises todos los días de su vida (¡y ni hablar de las noches!). Como nació, llorando, paso el resto de su vida; solo que ya no pateaba, sino que era la receptora de todos los puntapiés. Y así fue envejeciendo: cada tristeza, un llanto; cada maltrato, una arruga, marcando el rostro de quien fuese una solitaria y bella mujer. Tanta miseria terminó por dar forma en su persona a la esencia del nombre que le había puesto su padre al nacer, quizá en un augurio de lo que sería su existencia: ¡Amargura!

Amargura murió una mañana de diciembre con una sonrisa irónica (¿o esperanzada?) en su cara, la única de toda su vida. Al tratar de envenenar al patán aquel, se había tomado por error el café con el que planeó vengar tanto sufrimiento.
B. Osiris B.

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