Caín tenía las manos toscas y las uñas sucias ya que se dedicaba a cultivar la
tierra de sol a sol. Su piel curtida por la intemperie tampoco permitía
que la gente viera el hombre bueno que en realidad era. Se alejaban de él
y lo repudiaba incluso su familia. Y Dios, su padre, su creador no
disfrutaba tampoco sus obsequios. Fruncía la nariz ante el olor de la
cebolla blanca quemada en su honor, las coles lo descomponían también y ni qué
decir de las hermosas y blancas coliflores que perdían su lozanía apenas al
caer al fuego.
Por el contrario, la fragancia de las carnes de carneros y de ovejas jóvenes al fuego lo enardecía. Lo hacían
pensar en cosas de hombres.
El carácter de Caín se fue agriando, permanecía solo pensando todo el
tiempo en la forma de agradar a su Dios.
Un día Caín, además de la tierra que manchaba sus manos tuvo sangre en
ellas. Su propia sangre bañó la tierra que cultivaba y de ella brotaron
cebollas rojas, rábanos, repollo morado y otras muchas frutas y verduras hermosas.
Fresas y árboles enormes y majestuosos de arándanos y cerezas. Que ya no olían
tan mal al ser consumidos por el fuego. Y
que adornaban el mundo; que tenían el color de los frutos del árbol prohibido y
adornaban la tierra.
La sangre de Abel embelleció el mundo
y Dios padre sonrió ante tanta Belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario