domingo, 24 de noviembre de 2013

El macho




La golpeaba con saña.  Y ella lo soportaba todo por sus hijos.  Se quedaba ahí y hacía las veces de bolsa de boxeo y además también de receptáculo de semen.  Ya esa condición había dado tres frutos.  No frutos del amor sino del deseo animal y de la necesidad de mostrar dominio sobre ella ya que sobre los demás,  no podía.
Cada vez la golpiza era más brutal y más frecuente y ya no tenía tiempo de recuperarse de una cuando la andanada de golpes y patadas llegaba de nuevo.
Sus hijos en un rincón lloraban en silencio mientras lo observaban todo con el mayor temor.  No hacían ruido pues se habían percatado que cuando eso había pasado los había golpeado también.
Un día al llegar el hombre al cuarto; encontró a la mujer arrodillada cerca al fogón intentando preparar algo para los niños y para él,  pues no deseaba aumentar su ira de borracho.  No fue suficiente verla tan gimiente y maltratada como el nazareno mismo.  La golpiza no se hizo esperar pero esta vez las fuerzas no alcanzaron.  Ella murió, mirando a sus hijos y sin proferir ni siquiera un gemido.
A la noche siguiente, el animal aquel, sin percatarse siquiera de la ausencia de la mujer; miró al rincón y vio su hija que con aquel cuerpecito pequeño y frágil intentaba ocultar sus dos hermanos.
La agarró por el cabello, rubio y largo.  La miró a los ojos azules y tan límpidos como su alma y además  sin una lágrima, pero llenos de terror.  El golpe la arrojó con tal brutalidad contra la pared sucia, que aun antes de golpearla ya estaba muerta.
Muerto su cuerpo, muertos sus ojos, muerta incluso su alma. 

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