La golpeaba con saña. Y ella lo soportaba todo por sus hijos. Se
quedaba ahí y hacía las veces de bolsa de boxeo y además también de receptáculo
de semen. Ya esa condición había dado tres frutos. No frutos del
amor sino del deseo animal y de la necesidad de mostrar dominio sobre ella ya
que sobre los demás, no podía.
Cada vez la golpiza era más brutal y más frecuente y ya no tenía tiempo
de recuperarse de una cuando la andanada de golpes y patadas llegaba de nuevo.
Sus hijos en un rincón lloraban en silencio mientras lo observaban todo
con el mayor temor. No hacían ruido pues se habían percatado que cuando
eso había pasado los había golpeado también.
Un día al llegar el hombre al cuarto; encontró a la mujer arrodillada
cerca al fogón intentando preparar algo para los niños y para él, pues no deseaba aumentar su ira de borracho.
No fue suficiente verla tan gimiente y maltratada como el nazareno mismo.
La golpiza no se hizo esperar pero esta vez las fuerzas no alcanzaron.
Ella murió, mirando a sus hijos y sin proferir ni siquiera un gemido.
A la noche siguiente, el animal aquel, sin percatarse siquiera de la
ausencia de la mujer; miró al rincón y vio su hija que con aquel cuerpecito
pequeño y frágil intentaba ocultar sus dos hermanos.
La agarró por el cabello, rubio y largo. La miró a los ojos azules
y tan límpidos como su alma y además sin
una lágrima, pero llenos de terror. El
golpe la arrojó con tal brutalidad contra la pared sucia, que aun antes de
golpearla ya estaba muerta.
Muerto su cuerpo, muertos sus ojos,
muerta incluso su alma.
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