El venerable sacerdote Juan de Jesús de Santísimo Sacramento cumplía devotamente
todos los años con la misión de evangelizar a su grey. La segunda semana
del año, él se daba a la tarea de bendecir uno a uno a sus feligreses.
Iba de casa en casa; desde que el sol salía y hasta que se ocultaba, rociando abundante agua bendita en las casas,
los animales, las personas.
“Y yo te bendigo en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo”
decía. Y ordenaba a las huestes del mal abandonar los rincones de las
residencias y también los vericuetos intrincados del alma.
"Llegó el padre" era
el grito general de aquel que abriera la puerta y los demás corrían. A
muchos los encontraba aun acostados durmiendo y los despertaba abruptamente con
una lluvia de agua bendita muy
helada. Se despertaba la víctima con la furia inundando las
pupilas y al ver de quien se trataba y al observar la santidad del padre; una sonrisa estúpida le iluminaba el rostro, saludaba entre dientes y
pedía perdón a Dios cerrando fuertemente los ojos.
Los
niños le pedían al padre bautizar sus mascotas o las canicas de colores con las
cuales jugaban y competían. Creían ellos
en su inocente maldad que una mascota bautizada era mejor mascota y una canica
bendecida les traería el resto de canicas a sus bolsillos rotos.
Creencias
infantiles traídas a sus mentes por historias mal oídas y peor contadas.
Uno
de estos chiquillos esperó al padre en la entrada de la casa, fue el que abrió la
puerta y el que recibió junto con la lluvia de agua bendita la bendición del
padre. Tenía entre sus manos muy
abiertas la canica azul, la más bonita y recibió esta la mayor cantidad de
aquel preciado líquido y no solo la plegaria del padre sino también la plegaria
del niño.
Desde
ese momento la canica no solo fue la más bonita sino la más cuidada, la pulía
con saliva y la brillaba con premura y con mucho cariño en los sucios
pantalones. Se la mostró a todos sus
amigos y ya ninguno quería exponer sus preciadas canicas frente a semejante
maravilla no solo bendecida sino también bautizada.
Unos
días después y por azares del destino; una nueva familia se muda al
barrio. Un chico nuevo ha llegado y no
conoce la historia de la maravillosa canica azul.
Tiene
un bolsillo lleno de bolas de multitud de colores… bonitas todas. Los niños lo miran asombrados, admirados y llenos
de envidia. Nunca habían visto tantas
canicas juntas.
Nuestro
niño héroe, el dueño de la canica azul, la maravilla bendecida y bautizada lo
invita al juego. Empieza con una blanca
bastante maltratada y la pierde, continua con una roja y la pierde igual. Mira a sus amigos y con guiños les dice que
le está dando “caña”. Que en un rato
sacará la mejor y le ganara todo. Las
propias y recuperará las perdidas.
Al
cabo de un buen rato solo le queda una… la azul, la bendecida. La saca con cuidado, la pule, le quita una
suciedad que se le ha adherido y la brilla de nuevo.
El
niño nuevo la mira con codicia. Tiene
muchas, pero las quiere todas. Ofrece
una partida. Nuestro amigo lanza la bola
azul y casi llega al centro, el niño nuevo saca una bola roja y con ella hace
el tiro fatal. Golpea la bola azul y
esta sale del juego. Ahora las tiene
todas.
El
perdedor las mira embelesado. ¿Acaso
hizo algo mal? ¿No bautizo su bola
adecuadamente? ¿Fue poca el agua bendita
que recibió? Su mente se llena de
preguntas sin respuesta.
Ha
perdido su canica más preciada y todas las demás. La madurez lo golpea de frente. Creció en un instante.
Mira
a sus amigos y dice: “Menos mal la perdí… ya estoy grande para andar jugando en
la calle”
Da
una mirada a todos, se sacude las manos y las introduce en los bolsillos rotos,
ahora tan vacíos y regresa a su casa
silbando una tonada; cabizbajo.
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