sábado, 1 de junio de 2013

Dejando de ser niño



El venerable sacerdote Juan de Jesús de Santísimo Sacramento cumplía devotamente todos los años con la misión de evangelizar a su grey.  La segunda semana del año, él se daba a la tarea de bendecir uno a uno a sus feligreses.  Iba de casa en casa; desde que el sol salía y hasta que se ocultaba,  rociando abundante agua bendita en las casas, los animales, las personas.
“Y yo te bendigo en el nombre del padre y del hijo y del espíritu santo” decía.  Y ordenaba a las huestes del mal abandonar los rincones de las residencias y también los vericuetos intrincados del  alma.
"Llegó el padre"  era el grito general de aquel que abriera la puerta y los demás corrían.  A muchos los encontraba aun acostados durmiendo y los despertaba abruptamente con una lluvia de agua bendita muy  helada.  Se despertaba la víctima con la furia inundando las pupilas y al ver de quien se trataba y al observar la santidad del padre;  una sonrisa estúpida le  iluminaba el rostro, saludaba entre dientes y pedía perdón a Dios cerrando fuertemente los ojos.
Los niños le pedían al padre bautizar sus mascotas o las canicas de colores con las cuales jugaban y competían.  Creían ellos en su inocente maldad que una mascota bautizada era mejor mascota y una canica bendecida les traería el resto de canicas a sus bolsillos rotos.
Creencias infantiles traídas a sus mentes por historias mal oídas y peor contadas. 
Uno de estos chiquillos esperó al padre en la entrada de la casa, fue el que abrió la puerta y el que recibió junto con la lluvia de agua bendita la bendición del padre.  Tenía entre sus manos muy abiertas la canica azul, la más bonita y recibió esta la mayor cantidad de aquel preciado líquido y no solo la plegaria del padre sino también la plegaria del niño.
Desde ese momento la canica no solo fue la más bonita sino la más cuidada, la pulía con saliva y la brillaba con premura y con mucho cariño en los sucios pantalones.  Se la mostró a todos sus amigos y ya ninguno quería exponer sus preciadas canicas frente a semejante maravilla no solo bendecida sino también bautizada.
Unos días después y por azares del destino; una nueva familia se muda al barrio.  Un chico nuevo ha llegado y no conoce la historia de la maravillosa canica azul.
Tiene un bolsillo lleno de bolas de multitud de colores… bonitas todas.  Los niños lo miran asombrados, admirados y llenos de envidia.  Nunca habían visto tantas canicas juntas.
Nuestro niño héroe, el dueño de la canica azul, la maravilla bendecida y bautizada lo invita al juego.  Empieza con una blanca bastante maltratada y la pierde, continua con una roja y la pierde igual.  Mira a sus amigos y con guiños les dice que le está dando “caña”.  Que en un rato sacará la mejor y le ganara todo.  Las propias y recuperará las perdidas.
Al cabo de un buen rato solo le queda una… la azul, la bendecida.  La saca con cuidado, la pule, le quita una suciedad que se le ha adherido y la brilla de nuevo.
El niño nuevo la mira con codicia.  Tiene muchas, pero las quiere todas.  Ofrece una partida.  Nuestro amigo lanza la bola azul y casi llega al centro, el niño nuevo saca una bola roja y con ella hace el tiro fatal.  Golpea la bola azul y esta sale del juego.  Ahora las tiene todas. 
El perdedor las mira embelesado.  ¿Acaso hizo algo mal?  ¿No bautizo su bola adecuadamente?  ¿Fue poca el agua bendita que recibió?  Su mente se llena de preguntas sin respuesta.
Ha perdido su canica más preciada y todas las demás.  La madurez lo golpea de frente.  Creció en un instante.
Mira a sus amigos y dice: “Menos mal la perdí… ya estoy grande para andar jugando en la calle”
Da una mirada a todos, se sacude las manos y las introduce en los bolsillos rotos, ahora tan vacíos  y regresa a su casa silbando una tonada;  cabizbajo.

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