(El diablo a quien bien le sirve)
Creció matando insectos, luego ratones, gatos, perros. Su cacería crecía
a la par con él. Se sentía feliz haciendo sacrificios a satán.
Soñaba con que un día por fin se le aparecería y lo premiaría por haberle sido
de tanta utilidad.
Las presas crecieron y fueron niños a los que torturó. Le
encantaba verlos llorar y suplicar por sus padres. Luego jovencitas
morochas o rubias; altas o bajas, gordezuelas o delgadas pero eso sí, todas
debían ser hermosas. Ellas los
sucedieron y con ellas ya era más experimentado. Además de hacerles finos
cortes, las violaba una y otra y otra vez. Mujeres mayores fueron su siguiente objetivo. Y mientras
perfeccionaba su maldad y se ufanaba de ser asistente del diablo más feliz era
y más sed de sangre y de sufrimiento tenía.
Paso el tiempo y un buen día se encontró frente a frente con él.
Pensó que sería felicitado por su obra. Que obtendría un lugar especial a
su lado o que incluso sería su asistente personal y su futuro sucesor.
Pero no... El diablo ni lo miró siquiera. Se dedicó a recibir
especialmente bien a las víctimas del victimario aquel pues ya enloquecidas por
el dolor habían maldecido a Dios en el último instante. Esas eran las
"joyas" más apreciadas por satán. Pues siendo buenas toda la
vida. Habían perdido el alma en el último instante. Aun conservaban
el brillo de la inocencia y sus almas apenas si manchadas despedían un aroma
que era para él el elixir de Dios. Pues le recordaba el tiempo en que el aún
no había pecado y su alma gozaba de la gloria divina.
Fue relegado entonces el asesino
cruel a un rincón mal oliente en el que su cuerpo recreaba cada una de las
torturas que en vida había infringido él. Dolor, miedo, lágrimas, llanto
eternos era lo que le esperaba.
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