De niña siempre le dijeron que un trébol de cuatro
hojas cambiaría su suerte. Tan pronto como pudo hacer sus maletas y partir del
hogar materno, dejó todo de lado y emprendió una larga búsqueda. Olvidó a
familiares y amigos, pues cuestionaban su pesquisa, tachándola de vana e
infructuosa. Se olvidó también, ensimismada como estaba en buscar por todos los
rincones del suelo tan anhelada presea, de mirar al cielo, o siquiera al
horizonte. Dio tumbos y cayó, tropezó con mucha gente a la que no se dignó a
mirar a la cara, por temor a perder el instante en que hallaría su tan buscado
trébol de cuatro hojas. Perdió el rumbo –y lo halló- una y mil veces, sin
apenas darse cuenta. Olvidó comer – o vestirse- conforme a su edad, pues nada
de eso importaba, excepto cuando hallaba una ramita o una planta que creyera
parecida a su tesoro personal, en cuyo caso la comía muy lentamente, mientras
renovaba la búsqueda detenida por la creencia fugaz del anhelado hallazgo. En
el pueblo pocos la recordaban, ninguno la mencionaba, ni por error. Nadie la
reconoció cuando, treinta años después, regresó llevando a rastras un gran
trébol reseco y ajado, bastante maltrecho que hallara en los escombros de un
teatro, quizá un residuo de los trastos de utilería abandonados a la buena de
Dios. La anciana tía Lidia, la tía de todos en el pueblo, fue la única en
reconocer, debajo de aquel trajecito infantil y aquella expresión caquéctica, a
la niña Dulce, a quien había amamantado y criado durante la enfermedad de su
madre y que, apenas llegada la pubertad, se perdiera por esos caminos de Dios.
Llegó como una autómata, como si nada –ni el tiempo- hubiese pasado y preguntó:
“¿Ya es hora de comer? Con un mar de lágrimas en los ojos, la tía Lidia asintió
con la cabeza y, sin preguntar ni decir nada más, la llevó a la tina, le dio un
largo baño –de lágrimas y amor a un tiempo- y le dio de comer. ¡Fue su día de
suerte!
B. Osiris B.
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