El hombre andaba con esa idea en la cabeza. Tenía que acabar con el dolor
que él mismo se había infringido el día que dio el sí, acepto. Y es que
cuando la gente se enamora no piensa y a veces ni siquiera es amor sino encoñe.
Perdió la cabeza por aquella mujer de ojos negros, cabellos largos
lacios del color de azabache y tez blanca. Delgada, ni alta ni baja y tan
hermosa. Además siempre olía a azucenas y él sentía que a eso olían los
ángeles.
Pero ella de ángel tenía bien poco o si acaso lo era, era uno caído y
bien abajo; pues era mala, pérfida, perversa y todos los demás epítomes que
definieran maldad.
Se imaginó muchas formas de darle muerte y en su mente las recreó
todas. Pero; una a una las fue desechando. El veneno le pareció un
premio, una bala en el pecho no era suficiente, ahorcarla con sus manos era
poco para tanta maldad como la mujer rezumaba.
Así que se dio a la tarea de pagar con bien las maldades de la bestia.
Si lo insultaba o lo injuriaba le obsequiaba bombones, le traía regalos, la
amaba más. La cuidaba con el mayor de
los esmeros y la llamaba su joya más preciada.
Sabía que el dolor y la amargura de ella aumentaban con su buen carácter,
con su dulzura al tratarla.
Así
día a día ella fue perdiendo su esplendorosa belleza, el rictus en los labios
la ajó más y más y ahora muerta en vida deambula por la casa, esperando el
momento en que por fin él se apiade y por fin la libere.
Patricia Lara P