jueves, 31 de octubre de 2013

La última cena


Calada hasta de agua hasta los huesos, llega a casa después de un largo día de lluvia. Abre la nevera. Suspira para no soltar la maledicencia que pasó por su mente. No hay cena, a pesar de que dejó comida lista al salir en la mañana. Cierra la malhadada puerta con la fuerza que le deja la impotencia de su vacío. Da dos pasos a la despensa. ¡Nada! Se acerca al fregadero y mira la ruma de trastos sin lavar. Otro suspiro. Una mirada al salón le verifica la presencia del mueble que tiene por marido. Se inclina al gabinete inferior, el que está debajo del fregadero que ella misma tuvo que montar. Abre la portezuela: ¡por fin, algo para comer! Toma el paquete, lo abre como al descuido. Vuelve a la nevera. Un suspiro más. Toma una jarra de agua (sin vasos, a estas alturas las normas le valen mil madres). Se sienta en el portal de la cocina, en un ángulo que le permite ver claramente al mueble que otrora fuera su alma gemela. Come unos trocitos del contenido de la bolsa. Son crocantes, aún conservan la textura, aunque su sabor no le hace mucha gracia. Come unas cinco bolitas más. Un trago de agua (¡esto no hay quién lo coma!). Sin fuerzas, deja la jarra a un lado, en el piso. Intenta un suspiro. No puede. Otras cuantas ingestas (mientras se pueda). Se desploma hacia un lado. Mira la jarra con dolor. Se retuerce. El mueble no se entera. Un espasmo. Dos. Dolor inenarrable. Tropieza la jarra. El agua se derrama, mezclándose con la orina que acaba de rodar por su entrepierna. De su boca sale abundante espuma. Esboza una sonrisa. Su último pensamiento es imaginar todo lo que deberá limpiar el desgraciado que está en la sala. Es día de brujas. Buen día para morir.
B. Osiris B.

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