A las tres y cuarenta y cinco va llegando. Encuentra la puerta cerrada así que empieza a darle golpes y a arañar. Me he estado levantando a las cuatro y media pero las tres y media me parece un abuso total. Llena de ira no contenida abro la puerta, lo tomo en mis brazos y bajo las escaleras. Él marrullero ronronea y mece su cola. No me dirijo a la cocina propiamente, ni a sus platitos de leche y comida sino a la puerta del patio. La abro también y sin más dilación lo saco de la casa. A esa hora en estas tierras no hace frío sino hiela. No me importa... finalmente él tiene su abrigo de piel bien abrigadito y lo que deseo es darle un castigo que sea ejemplar.
Cierro la puerta y sin remordimiento alguno regreso a mi cuarto, a mi
cama y me acuesto dispuesta a dormir casi dos horas más.
A las cinco y media me levanto de nuevo y ya mi hija lo dejó entrar al
tiempo que lo ha besado y le ha dado su
comida. Yo ni lo alzo a ver pues estoy muy enojada.
A las seis que la niña sale de la casa y sin darme yo cuenta el
miserable se va para la calle. Hago lo que tengo que hacer y como a las
seis y cuarto al abrir para despedir al consorte, él entra de nuevo y esta vez
con la cola entre las patas y pidiendo perdón (ja) pobrecito.
Ahora duerme en mi cama bien abrigado pues seguro tiene el frío
reconcentrado.
Lo amo a pesar de todo, pero en serio
espero que mañana no se despierte a las tres o un poco antes.
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