Los perros ladraban. Parecía que se iban a comer a alguien mientras corrían por los corredores de aquella horrible casa. Él estaba lleno de miedo, el terror lo desbordaba haciéndolo sudar y morderse las uñas hasta hacerse daño.
Envuelto en las sábanas de su cama, cerraba los ojos fuertemente y
oraba. Si es que se podía llamar orar a eso que hacía de nombrar a todos
los santos, a la virgen, a Dios y hasta al niño.
Ahí recordó el niño que dormía en el cuarto de al lado. Abrió los
ojos con más terror aun y fue cuando escucho los rasguños en su puerta.
Pensó en los perros enfurecidos, en el niño de nuevo y saltó de la cama
pensando y esperando lo peor.
Al abrir la puerta, el cuerpo sanguinolento del niño, un ojo colgando de
la cuenca y el otro desorbitado por el terror era lo que le esperaba.
Cayó al piso, extendió la mano para tomar la del niño y en un último
paroxismo de terror el hombre expiró.
Al otro día lo encontraron yaciendo
allí, sin un solo golpe o arañazo y muerto... muerto de miedo.
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