Llegó apresurado. Su amante le había dado un ultimátum, o hablaba él o ella se encargaría de abrirle los ojos a la esposa. Estaba cansada de los fines de semana sola. De la vida a la sombra. Sobre todo porque él constantemente le juraba que no la amaba, que estaba con la esposa por los niños. ¿Niños? Un perro y dos gatos negros todos, no podían ser considerados como tal.
Hoy treinta y uno de octubre era el día señalado. Así que temeroso como estaba llegó a su casa. Observó a su señora más lacónica que siempre y con una semisonrisa en el rostro un tanto ajado por los años. La otrora bella y respingada nariz hoy arrugada y con una verruga que antaño fuese un coqueto lunar lo sorprendió de golpe. Nunca se había percatado como en ese momento, de que los años habían hecho tantos estragos en ella.
Le dio un beso en la mejilla fría y preguntó si había venido alguien. La respuesta negativa lo dejó sudoroso, pues la mirada le reveló lo contrario.
En ese justo instante notó manchas de sangre en el piso, en las paredes. Vio el cabello de su mujer aún más despeinado. Filamentos de plata brillaban en sus sienes y gotas minúsculas carmesí se deslizaban entre ellas.
Tuvo miedo. Se aterrorizó de tal manera que al dar un par de pasos hacia atrás se resbaló cayendo sobre ella.
Su amante fría y pálida yacía sobre el suelo. Al mismo tiempo que caía y al intentar agarrarse de algo, tomo entre sus dedos una fría y pesada varilla.
Su mujer empezó a chillar, arrojando muebles a diestra y siniestra. Los vecinos llegaron y encontraron al hombre con el arma en las manos, cubierto totalmente de sangre y gritando desaforado. La gente pensó que al ver a su amante con su esposa había enloquecido.
Aún hoy, en la cárcel del pueblo el pobre aun alega su inocencia.
Patricia Lara P
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