Adagio allegro non troppo
Fue un sábado cálido. Se encontró con el amor de su vida. Pasearon, caminaron, dieron vueltas por el prado y corrieron por la orilla del riachuelo, testigo de sus tantas conversaciones. Acostados sobre el pasto verde, rieron hasta las lágrimas, tomando vino e imaginando figuras absurdas e inexistentes en las nubes. Entre abrazos y tiernos besos, volvieron a planear su futuro, ya tangible, ya realizable. Volvieron a abrazarse y besarse, amándose con los ojos, con los labios, con las manos, ¡con cada mínimo trozo de aquellos cuerpos maduros y listos para su entrega incondicional! La entrega fue sutil y apasionada. Se dieron por completo el uno al otro. Ella, amorosa, besó con vehemencia aquellas manos que tan bien sabían acariarla; él, extasiado las hacía escapar de sus labios, para seguir recorriendo -redescubriendo- aquella tan añorada geografía femenina, mordiendo sus picos, lamiendo sus valles, escuchando la sinfónica melodía de los gemidos de su amada. Ella, cual solista de una ejecución musical perfecta, hizo lo propio con su amado, hasta sentir que un intenso temblor desarmaba sus últimas defensas mientras, cual diestra amazona galopando a pelo, lo subyugaba con el frenético vaivén de sus caderas. Y fueron dos que, en una deliciosa y ardiente entrega, se abrazaron a la luz de la luna. Al amanecer, una vez más, la joven nieta, manta en mano y con mucho amor en el alma, cubrió el cuerpo desnudo de su abuela, que nuevamente amaneció dormida en el panteón, junto a la tumba del abuelo. La anciana, sonriente, se dejó cobijar y conducir a la casa. Hacía frío, era ya el primer domingo de noviembre, como aquel domingo en que se fue, al alba, su mejor amigo, su mejor canción.
B. Osiris Bocaney
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