6 de 9, Patricia:
Sexto ejercicio. Aún no es medianoche, es menor la cuenta. Acá le dejo este pequeño engendro; no creo que le guste, mija, no es para nada políticamente correcto para las fechas, jajajaja...
Sexto ejercicio. Aún no es medianoche, es menor la cuenta. Acá le dejo este pequeño engendro; no creo que le guste, mija, no es para nada políticamente correcto para las fechas, jajajaja...
Por ahí tengo uno muy sanito y
"plano", como usted diría... veré si tengo chance de transcribirlo.
Mientras, ¡que lo disfrute!:
Un cuento más de Navidad
Mirando aquel hombre, no dejaba de
pensar en todo lo que le habían dicho. Siempre creyó que esa maldición de la
que hablaban en su familia por haber roto al Niño Jesús en el primer año de su
existencia era mentira. ¡Patrañas de la gente!, aseguraba, y por Navidad
contaba con total desparpajo a sus amigos los muchos años de terror que en su
familia quisieron inculcarle por haber tomado en sus manos aquella reliquia
familiar, dejándola caer para partirse en mil añicos. En los últimos años,
añadía cierta sorna al recordar la amargura de la abuela al contar que su
primer nieto -¡su primer nieto!- le había partido su Niño Jesús bendito que
había traído desde el mismísimo Vaticano.
Con el correr del tiempo, viendo todo en
perspectiva, había pensado que era una burda venganza por algo de lo que ni él
mismo tenía conciencia, por lo que la Navidad era para él apenas una fecha más
en la que aprovechaba de burlarse de las tradiciones y supersticiones
familiares y de los fetiches que usaban para asustar a los niños. Tal cual, eso
era lo que José Andrés había pensado hasta esta Nochebuena cuando, mientras
colocaba el Niño Jesús en el pesebre –sólo para complacer a Anna, su esposa y
sorprender a Andresito al amanecer- oyó un ruido tras de sí.
Al voltear, sorprendido por el
estruendo, dejó caer nuevamente –cuarenta y cinco años después- el preciado
niño de porcelana importada que su esposa había ordenado por Internet con tanto
afán, viéndolo partirse en cientos de astillas rosadas amorfas. Fue en ese
momento cuando, por primera y única vez en su vida José Andrés recordó y
revivió la angustia de aquel incidente de su primer año. Al instante, se
asomaron unas gruesas lágrimas en sus ojos, al tiempo que caminaba con paso
fuerte hacia la fuente de aquel ruido que había ocasionado su sobresalto y, en
consecuencia, el incidente que dañaría la Navidad de su familia. En fracciones
de segundos rememoró todas sus burlas, la cara de Ann, su cinismo y reticencia
a montar aquellos “fetiches” y, luego de muchos resabios, la aceptación
incondicional a lo que ella y el niño quisieran, pues eran su vida, ¡su todo!
De inmediato pensó que nadie, en su sano
juicio, creería que el destrozo del niño
había sido un accidente. Siguió caminando y vio cómo un Papá Noel muy bien trajeado tomaba los regalos que con tanto cariño Ann había preparado, lo vio recogerlos uno a uno, sacudiéndolos en el aire, como queriendo identificar por el sonido el contenido de cada empaque. Luego, sacando un arma del saco, caminó hacia el cuarto donde Ann y Andresito dormían, pues el niño había insistido en pasar juntos la noche. Se sintió temeroso e impotente. ¡Eso fue el catalizador de todas las frustraciones! y súbitamente una ira ancestral pareció invadir todo su cuerpo, llevándolo a abalanzarse contra aquel intruso navideño, aquel impostor que quería robarle la Navidad y, si se lo permitía, la vida de sus dos seres más queridos en la faz de la Tierra. No midió riesgos, a pesar del temor, atacó al hombrón vestido de rojo con una furia incontenible.
había sido un accidente. Siguió caminando y vio cómo un Papá Noel muy bien trajeado tomaba los regalos que con tanto cariño Ann había preparado, lo vio recogerlos uno a uno, sacudiéndolos en el aire, como queriendo identificar por el sonido el contenido de cada empaque. Luego, sacando un arma del saco, caminó hacia el cuarto donde Ann y Andresito dormían, pues el niño había insistido en pasar juntos la noche. Se sintió temeroso e impotente. ¡Eso fue el catalizador de todas las frustraciones! y súbitamente una ira ancestral pareció invadir todo su cuerpo, llevándolo a abalanzarse contra aquel intruso navideño, aquel impostor que quería robarle la Navidad y, si se lo permitía, la vida de sus dos seres más queridos en la faz de la Tierra. No midió riesgos, a pesar del temor, atacó al hombrón vestido de rojo con una furia incontenible.
El intruso no tuvo capacidad de respuesta,
tal fue la contundencia de los golpes que José Andrés le propinaba. Lo golpeó
aún después de verlo desmayado. Lo siguió golpeando aún después de ver la
sangre en sus manos y en el piso. Lo golpeó hasta sentir que aquella faz se
convertía en una masa amorfa y tibia, imposible de golpear, hasta sentir que de
sus nudillos manaba toda la sangre que se esparcía en el piso.
A paso firme, avanzó hacia el cuarto.
Sus dos amores dormían cual ángeles y no parecía haberse enterado de nada. Con
la destreza de la más ducha ama de casa, y la audacia del más habilidoso de los
criminales, recogió el cadáver, lo llevó al congelador que tenían en el sótano
y regresó a limpiar meticulosamente, cuidando cada detalle. Dejó todo tan
pulcro como pudo: el piso reluciente, los regalos en su sitio, excepto una
cosa… ¡el niño! Las lágrimas volvieron a su rostro.
Apesadumbrado, caminó hacia el teléfono
y marcó aquél número que nunca imaginó volver a discar. Al otro lado de la
línea, la voz de una anciana saludó y José Andrés sólo atinó a decir: “yo no lo
quería partir” y colgó. Luego, otra llamada de esas que nunca pensó realizar.
Una voz dulce del otro lado de la línea
se identificó:
– “Emergencias, ¿en qué podemos servirle?”
– “Emergencias, ¿en qué podemos servirle?”
Un silencio, nuevamente la voz dijo: –
“Emergencias, ¿en qué podemos servirle?”
Disociando, ante el recuerdo y las
emociones, la realidad de la situación, José Andrés respondió con voz ronca y
pesarosa, en tono infantil y lloroso: – “¡He quebrado al Niño Jesús, yo no lo
quería partir! ¡No quiero la maldición!” y estalló en llanto.
Media hora después, el sonido de las
sirenas despertó a una sorprendida Ann que halló a su esposo en el portal de la
casa, yaciendo en el piso en posición fetal y con la ropa ensangrentada
balbuceando “¡yo no lo quería partir, yo no lo quería partir!” José Andrés
apretaba algo en sus manos con mucha fuerza. A duras penas, Ann logró que le
entregara aquél amasijo de sangre y restos de porcelana y apenas pudo, entre
llantos abrazar a su marido que, deshecho por la tristeza, no era ni la sombra
de quien sólo unas pocas horas antes se burlara de la maldición.
Un sonido metálico les distrajo por un
momento al tiempo que se estacionaba la primera patrulla, un desarrapado Papá
Noel, ebrio y hediondo a basura, salió del callejón danto tumbos y gritando:
“¡Ho, Ho, Ho… feliz Navidad! Viéndose a los ojos, ambos comprendieron que la
maldición era cierta y que, inexorablemente, les había alcanzado. José Andrés
sólo lloraba. Mirando aquel hombre, no dejaba de pensar en todo lo que le
habían dicho.
B. Osiris B.
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