miércoles, 24 de diciembre de 2014

Un cuento más de navidad



6 de 9, Patricia:
Sexto ejercicio. Aún no es medianoche, es menor la cuenta. Acá le dejo este pequeño engendro; no creo que le guste, mija, no es para nada políticamente correcto para las fechas, jajajaja...
Por ahí tengo uno muy sanito y "plano", como usted diría... veré si tengo chance de transcribirlo. Mientras, ¡que lo disfrute!:
Un cuento más de Navidad
Mirando aquel hombre, no dejaba de pensar en todo lo que le habían dicho. Siempre creyó que esa maldición de la que hablaban en su familia por haber roto al Niño Jesús en el primer año de su existencia era mentira. ¡Patrañas de la gente!, aseguraba, y por Navidad contaba con total desparpajo a sus amigos los muchos años de terror que en su familia quisieron inculcarle por haber tomado en sus manos aquella reliquia familiar, dejándola caer para partirse en mil añicos. En los últimos años, añadía cierta sorna al recordar la amargura de la abuela al contar que su primer nieto -¡su primer nieto!- le había partido su Niño Jesús bendito que había traído desde el mismísimo Vaticano.
Con el correr del tiempo, viendo todo en perspectiva, había pensado que era una burda venganza por algo de lo que ni él mismo tenía conciencia, por lo que la Navidad era para él apenas una fecha más en la que aprovechaba de burlarse de las tradiciones y supersticiones familiares y de los fetiches que usaban para asustar a los niños. Tal cual, eso era lo que José Andrés había pensado hasta esta Nochebuena cuando, mientras colocaba el Niño Jesús en el pesebre –sólo para complacer a Anna, su esposa y sorprender a Andresito al amanecer- oyó un ruido tras de sí.
Al voltear, sorprendido por el estruendo, dejó caer nuevamente –cuarenta y cinco años después- el preciado niño de porcelana importada que su esposa había ordenado por Internet con tanto afán, viéndolo partirse en cientos de astillas rosadas amorfas. Fue en ese momento cuando, por primera y única vez en su vida José Andrés recordó y revivió la angustia de aquel incidente de su primer año. Al instante, se asomaron unas gruesas lágrimas en sus ojos, al tiempo que caminaba con paso fuerte hacia la fuente de aquel ruido que había ocasionado su sobresalto y, en consecuencia, el incidente que dañaría la Navidad de su familia. En fracciones de segundos rememoró todas sus burlas, la cara de Ann, su cinismo y reticencia a montar aquellos “fetiches” y, luego de muchos resabios, la aceptación incondicional a lo que ella y el niño quisieran, pues eran su vida, ¡su todo!
De inmediato pensó que nadie, en su sano juicio, creería que el destrozo del niño
había sido un accidente. Siguió caminando y vio cómo un Papá Noel muy bien trajeado tomaba los regalos que con tanto cariño Ann había preparado, lo vio recogerlos uno a uno, sacudiéndolos en el aire, como queriendo identificar por el sonido el contenido de cada empaque. Luego, sacando un arma del saco, caminó hacia el cuarto donde Ann y Andresito dormían, pues el niño había insistido en pasar juntos la noche. Se sintió temeroso e impotente. ¡Eso fue el catalizador de todas las frustraciones! y súbitamente una ira ancestral pareció invadir todo su cuerpo, llevándolo a abalanzarse contra aquel intruso navideño, aquel impostor que quería robarle la Navidad y, si se lo permitía, la vida de sus dos seres más queridos en la faz de la Tierra. No midió riesgos, a pesar del temor, atacó al hombrón vestido de rojo con una furia incontenible.
El intruso no tuvo capacidad de respuesta, tal fue la contundencia de los golpes que José Andrés le propinaba. Lo golpeó aún después de verlo desmayado. Lo siguió golpeando aún después de ver la sangre en sus manos y en el piso. Lo golpeó hasta sentir que aquella faz se convertía en una masa amorfa y tibia, imposible de golpear, hasta sentir que de sus nudillos manaba toda la sangre que se esparcía en el piso.
A paso firme, avanzó hacia el cuarto. Sus dos amores dormían cual ángeles y no parecía haberse enterado de nada. Con la destreza de la más ducha ama de casa, y la audacia del más habilidoso de los criminales, recogió el cadáver, lo llevó al congelador que tenían en el sótano y regresó a limpiar meticulosamente, cuidando cada detalle. Dejó todo tan pulcro como pudo: el piso reluciente, los regalos en su sitio, excepto una cosa… ¡el niño! Las lágrimas volvieron a su rostro.
Apesadumbrado, caminó hacia el teléfono y marcó aquél número que nunca imaginó volver a discar. Al otro lado de la línea, la voz de una anciana saludó y José Andrés sólo atinó a decir: “yo no lo quería partir” y colgó. Luego, otra llamada de esas que nunca pensó realizar.
Una voz dulce del otro lado de la línea se identificó:
– “Emergencias, ¿en qué podemos servirle?”
Un silencio, nuevamente la voz dijo: – “Emergencias, ¿en qué podemos servirle?”
Disociando, ante el recuerdo y las emociones, la realidad de la situación, José Andrés respondió con voz ronca y pesarosa, en tono infantil y lloroso: – “¡He quebrado al Niño Jesús, yo no lo quería partir! ¡No quiero la maldición!” y estalló en llanto.
Media hora después, el sonido de las sirenas despertó a una sorprendida Ann que halló a su esposo en el portal de la casa, yaciendo en el piso en posición fetal y con la ropa ensangrentada balbuceando “¡yo no lo quería partir, yo no lo quería partir!” José Andrés apretaba algo en sus manos con mucha fuerza. A duras penas, Ann logró que le entregara aquél amasijo de sangre y restos de porcelana y apenas pudo, entre llantos abrazar a su marido que, deshecho por la tristeza, no era ni la sombra de quien sólo unas pocas horas antes se burlara de la maldición.
Un sonido metálico les distrajo por un momento al tiempo que se estacionaba la primera patrulla, un desarrapado Papá Noel, ebrio y hediondo a basura, salió del callejón danto tumbos y gritando: “¡Ho, Ho, Ho… feliz Navidad! Viéndose a los ojos, ambos comprendieron que la maldición era cierta y que, inexorablemente, les había alcanzado. José Andrés sólo lloraba. Mirando aquel hombre, no dejaba de pensar en todo lo que le habían dicho.
B. Osiris B.

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