viernes, 26 de agosto de 2011

Mi última volutad

Siempre había pensado que al morir, si aun estaba joven y algo se podía rescatar de mi cadáver, todo lo que sirviera debía ser donado. Salvar un par de vidas a cambio de la mía ya inservible me producía un poco de placer. Pero mi familia es bastante longeva y muy seguramente a menos que sufriera un terrible accidente iba a estar tan vieja al momento de mi deceso que a lo mejor nada de mí sería aprovechable. Así que había dicho que cremaran mis restos y se fueran a pasear a una isla del Caribe a arrojar mis cenizas al mar. La verdad me parecía loable mi pensamiento pues la familia pasearía al cumplir mi última voluntad. Pero, luego lo pensé mejor y al imaginar a mi esposo e hijos y demás parientes lejanos o cercanos respirando el polvero ocasionado por mis cenizas al ser arrojadas al viento marino me pareció de mal gusto y como un poquito asqueroso y decidí que era mejor que me convirtieran en un bonito diamante que sirviera además; de para recordarme, para adornar un cuello o una mano. Eso también me inquietó mucho, pues en realidad no vi el diamante en el cuello o la mano de mi hija sino en el dedo de la que se convertiría en mi sucesora. La futura "nueva" esposa de mi muy triste y compungido viudo. Noooooooooooooooo, eso sí que no quería permitirlo. Por nada del mundo mis cenizas serían destinadas a este fin.

Ya agotadas casi todas las opciones vi una película en la cual la dueña de unos gatos los iba disecando en bellas posiciones y los mantenía en su casa reclinados amorosamente en lindos cojines, de telas brillantes y muy coloridas. Ella se sentía feliz al recordarlos y tenerlos siempre ahí como si jamás se hubieran ido al cielo de los gatos.

Y ¡oh! maravilla, un destello iluminó mi mente y la idea surgió. Mi última voluntad es que me disequen, con una sonrisa tenebrosa y algo truculenta en los labios muy rojos; rojo sangre y además, que una mirada de loca asesina brille en mi rostro. Deseo que me ubiquen en la sala, mirando hacia la puerta de entrada de la casa, completamente vestida de negro y una pequeña luz bastante difusa por cierto me ilumine un poco cada noche. Todo esto con el fin de no adornarle el dedo a la nueva futura señora de mi viudo, y en cambio sí, de causarle escalofríos terribles, de llenarla de miedo; que sufra pesadillas constantes y no dejar que tenga ni un segundo de paz en la que fue mi casa, ¡pobre intrusa! O será mejor decir: ¡Pobre ilusa!

Quiero además que en el cuarto en el que duerma mi pobre y triste viudo, inicialmente solo y luego muy seguramente acompañado haya una fotografía mía de la obra completamente terminada, es decir, elegantemente disecada por supuesto, en un tamaño adecuado para que pueda ser apreciada desde su bella cama. Y yo desde el retrato le sonreiré de modo tal que él nunca pueda sacarme de su mente.

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