miércoles, 20 de julio de 2022

Estocolmo musical

 ESTOCOLMO MUSICAL


Entonces me sorprendí tarareando esa estúpida canción. ¿En qué momento había empezado a gustarme ese tipo de música? Me parecía estridente y vulgar, apta solo para caribeños a los que únicamente les gusta perder el tiempo; sin embargo, ahora no podía resistirme a tararearla, como si las notas del acordeón me recordaran algún amor furtivo y perpetuo, como el de Florentino Ariza. 
Algo muy similar deben sentir aquellos que se enamoran de sus captores. Los odian profundamente por haberles privado de la utopía que todos creemos anhelar, pero con la que no sabemos qué hacer cuando nos llega; y aprenden a amarlos porque son su única fuente de oxígeno cuando la quietud y la costumbre se vuelven asfixiantes. Síndrome de Estocolmo, le llaman, en honor a un evento documentado durante el hurto a un banco de esa ciudad; yo lo llamaré Estocolmo musical, porque terminó por convertirme en vallenatera cuando por mi espíritu en realidad corría sangre cumbiera.
¿Qué es el matrimonio sino un secuestro? Desde la religión nos venden la idea de que es la bendición divina sobre un vínculo que se vuelve sagrado, y desde la ley nos convencen de que es un contrato consensuado; aunque no es otra cosa que la certeza escondida de perderse en la música que le gusta al otro, un abuso de la posición dominante.
Un suave empujón me sacó de mis divagaciones matrimoniales - ¿O no, doña Alicia? Increpó el consorte y como no tenía idea de cuál había sido la pregunta, solo atiné a soltar una de mis risotadas habituales y asentí sin convicción. Él llevaba treinta y cinco años intentando hacerse el gracioso para tapar sus embarradas, así que siempre funcionaba. Era un pacto tácito, de esos que terminan por sostener en silencio los días de extrema costumbre. Funcionó.  
Afuera el sol se reflejaba en la cajuela de todos los carros parqueados en hilera frente a las carpas de fritanga, en cuyos alrededores el calor rechinaba un aroma a empanadas con ají y a domingo desperdiciado. Adentro, los hijos comunes ya ni siquiera hacían muecas de desagrado o el gesto de taparse los oídos cuando su papá aumentaba el volumen de cualquier canción de Alejo Durán. Su resignación era casi comparable con la mía, que lograba engañar a los foráneos, disfrazando de disfrute el conformismo y de sonrisa la más profunda desidia.  
Nos estacionamos detrás de un Mercedes blanco, de esos que uno no espera ver en una calle popular de un barrio popular, y mucho menos junto al puesto de frituras; y de grandes zancadas atravesamos las carpas hasta alcanzar la mesa del extremo opuesto, la que le gustaba al señor de la casa: junto a las arepas con mondongo –decía él- pero casualmente cerca de Milena, la cuarentona esbelta que vendía papas criollas –pensaba yo-. 
Al fondo del local sonaba a toda potencia un bafle cuadrado, de los que retumbaban las paredes de los barrios en los noventas. Tal para cual, de Joe Arroyo, invadía el aire vacío entre las cabezas y los techos, y se escapaba por entre los cuatro postes que sostenían las carpas. – Camilo detesta al Joe; espetó Luisa de la nada. – Pues fíjate más bien en la música que sí le gusta, porque va a ser la que estés tarareando en unos años, muriéndote del calor dentro de un carro con el aire acondicionado dañado mientras te diriges a que tu marido se coma cuánta fritura se le atraviesa, excepto una papa criolla.

Lina Marcela Gabelo

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