Azalea
Azalea era una mujer, hermosa, conversadora y muy activa, pero con un dejo de tristeza inmanente que ella misma no comprendía. Lloraba para adentro, entre suspiros y mordeduras de labio. Por sus males, por los males del mundo (los presentes, los futuros y -de vez en cuando- por los pasados). Su lugar favorito para ello era el invernadero. Allí, a solas, siempre al alba -y uno que otro día al atardecer- entre suspiros y flores, drenaba sus angustias en silencio, mientras sembraba, podaba, transplantaba y reproducía flores para ella y para sus amigos y clientes.
Un buen día, Azalea, así, sin ton ni son, en medio de sus labores de cuidar sus plantas, rompió en llanto con unas lágrimas azules, enormes y brillantes. Fue un hecho inusitado que la sorprendió, no solo por el tamaño y color de sus lágrimas, sino también por la copiosidad con que manaban, sin que ella lograra hacer nada por detenerlas. En un momento todo estuvo empapado de aquel líquido azul brillante: su vestido blanco de gasa, el pañuelo fino que llevaba al cuello, sus zapatillas a juego y el trayecto del pasillo que recorría. De inmediato se percató del pequeño pero fluido torrente que empezaba a formarse a su alrededor y tomó los paños de limpieza para tratar de secar y contener su curso. Las lágrimas, que no cesaban de fluir, parecían dibujar unas manchas muy particulares en los paños con los que azarosamente -y sin ningún resultado efectivo- Azalea trataba de secar todo cuanto iba bañando a su paso. Ajetreada, como estaba, no se percató de que el chisporroteo de sus lágrimas, al caer, semejaba unas hermosas flores azules en el borde inferior de la falda de su vestido y en el ala de su sombrero. Azalea no podía reparar -¡para nada!- en cuán fresca y primaveral lucía su apariencia, en medio de su caótica situación.
Temerosa de inundar su único lugar de solaz, y viendo que ya se formaba ese cauce prístino de lágrimas azules, se hizo con porrones y jarras, macetas y jarrones, tinajas y floreros de todo tipo y los dispuso en el lugar más profundo del invernadero de forma que circularan, derramándose muy poco. También, en una particular forma de precaución, colocó pequeños tiestos de barro cerca de la puerta, a modo de muro de contención, para retardar la salida de aquella masa de lágrimas que ya se paseaba afablemente por casi toda la estancia. Luego, con resignación, se sentó aún más al fondo, cual madre natura pariendo un río, con la esperanza de que todos aquellos recipientes contuvieran aquel afluente que no dejaba de asombrarla. Azalea, suspiró, se concentró en pensar en ideas alegres, y hasta trató de apretar fuertemente sus ojos pero, más allá de una gran presión en sus párpados, no obtuvo ningún resultado: sus lágrimas, cual cascada celeste, fluían sin cesar.
De pronto, agotada, se distrajo mirando los reflejos que los rayos de sol causaban sobre el pequeño estanque que ya se formaba en aquel rincón, maravillándola por lo novedoso y enigmático de la situación. En ese mismo momento, y como si lo acaecido hasta el momento fuera poco, notó cómo bajo sus pies y en el piso de los pasillos del invernadero por donde discurría el cauce de sus lágrimas, empezaba a crecer con impresionante rapidez un terso follaje que alfombraba el lugar, desplazándose por las columnas y las patas de las mesas de trabajo, llegando hasta los tiestos de la entrada, donde también retoñaron unas hermosas flores azules de los más diversos tonos. Atónita, Azalea irguió su espalda, hasta el momento encorvada por el peso de la angustia de tan insólita situación, y se dedicó a disfrutar la metamorfosis de su refugio tan querido, al tiempo que -sin notarlo- el flujo de sus lágrimas iba disminuyendo paulatinamente. Y, aunque momentos antes había decidido no moverse de aquel rincón para encauzar el incontenible torrente de sus lágrimas, al notar que estas dejaban de emanar, se atrevió a desplazarse por el nuevo paisaje que se vislumbraba ante sus ojos. Paulatinamente disminuyó el lagrimeo y, las pocas gotas que caían, se tornaban rápidamente en plantas de hermosas flores blancas, azules, índigo, violeta y una que otra púrpura, matizando aún mas el panorama de aquel jardín que se había renovado bajo el techo del invernadero.
Al caer el sol, Azalea ya había asumido el nuevo escenario que la rodeaba y, agradecida, notó cómo ya no salía ninguna lágrima de sus ojos. Paseó pausadamente entre las nuevas floraciones, les habló, dándoles la bienvenida y las piropeó por la belleza, sedosidad y brillo de sus pétalos.
Camino a la puerta, reordenó algunos tiestos y bailó entre las inflorescencias, disfrutando de su aroma tan diverso e intenso y pensando que este sería su secreto: de hoy en más todos podrían apreciar esta nueva apariencia del invernadero, pero la naturaleza del origen de su cambio lo guardaría como un recuerdo muy personal. Al llegar al portal principal, una ola de calor le inundó el rostro y Azalea tomó su sombrero para ventilarse un poco observando que, al agitarlo, en mágico revuelo, brotaron del ala unas mariposas que se alejaron, unas rumbo al horizonte, otras, hacia el fondo del recinto.
Desde ese día, cada cierto tiempo, Azalea se desgranaba en llanto, uno productivo y renovador, puntual y no contenido, que remozaba el lugar y le daba un nuevo aire. También cantaba (ahora mucho más), para alejar las penas y angustias -que no eran menos, pero sí más llevaderas- y agitaba su sombrero, que unas veces soltaba mariposas, otras, golondrinas y ruiseñores, azulejos, turpiales, colibríes y cardenales; y otras, simplemente una buena porción rocío y brisa fresca. Así, entre cantos y suspiros, acompañados de "una que otra lágrima", Azalea decidió florecer a una nueva vida que renacía cada día y se adornaba de aromas y colores que salían de sí misma, se cultivaban en el invernadero y viajaban por la región en las manos de los vecinos y viandantes que compraban sus flores, sus plantas y macetas.
B. Osiris Bocaney
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