Uno se muere cuando se tiene que morir y no la víspera. Vivía tan
deprimido, tan angustiado, tan apesadumbrado; que lo había intentado todo para
morir. El veneno solo le produjo gases y retorcijones (a lo mejor había
tomado poco). La cuerda que uso para ahorcarse, se rompió (seguro su peso
era mayor que el que ella podía soportar). La sobredosis de cocaína y analgésicos
le produjo alucinaciones terribles. La
cuchilla con la que pensó cortarse las venas estaba tan oxidada que temió una
infección y si no moría desangrado por ella; le esperaba una muerte muy lenta
causada por toda esa suciedad.
Caminaba siempre cabizbajo pensando pensamientos dolorosos. No
miraba los rostros de las gentes, no observaba paisajes, no percibía sonidos ni
aromas. Todo en su entorno era soledad, tristeza y desasosiego.
Un día tropezó y al alzar la vista al cielo, vio nubes, aves, árboles y
un cabello flotante que le llamó poderosamente la atención. También notó
un rostro suave, y unos ojos cálidos, aterciopelados y acariciadores que igualmente
lo miraban. Tuvo fe en la vida y pensó que a lo mejor podría ser
feliz. Todo eso sucedió en una fracción de segundos, ya que al caer al
suelo se golpeó la cabeza con una roca y mirando aquellos ojos que le habían permitido
soñar con ser feliz, pero que ahora lo miraban con espanto, murió.
Patricia Lara Pachón.
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