miércoles, 5 de febrero de 2014

Nadie se muere la víspera




Uno se muere cuando se tiene que morir y no la víspera.  Vivía tan deprimido, tan angustiado, tan apesadumbrado; que lo había intentado todo para morir.  El veneno solo le produjo gases y retorcijones (a lo mejor había tomado poco).  La cuerda que uso para ahorcarse, se rompió (seguro su peso era mayor que el que ella podía soportar).  La sobredosis de cocaína y analgésicos le produjo alucinaciones terribles.  La cuchilla con la que pensó cortarse las venas estaba tan oxidada que temió una infección y si no moría desangrado por ella; le esperaba una muerte muy lenta causada por toda esa suciedad.
Caminaba siempre cabizbajo pensando pensamientos dolorosos.  No miraba los rostros de las gentes, no observaba paisajes, no percibía sonidos ni aromas.  Todo en su entorno era soledad, tristeza y desasosiego.
Un día tropezó y al alzar  la vista al cielo, vio nubes, aves, árboles y un cabello flotante que le llamó poderosamente la atención.  También notó un rostro suave, y unos ojos cálidos, aterciopelados y acariciadores que igualmente lo miraban.  Tuvo fe en la vida y pensó que a lo mejor podría ser feliz.  Todo eso sucedió en una fracción de segundos, ya que al caer al suelo se golpeó la cabeza con una roca y mirando aquellos ojos que le habían permitido soñar con ser feliz, pero que ahora lo miraban con espanto,  murió.
Patricia Lara Pachón.

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