A ese corazón ya no le cabía una puntada más. Se podría decir incluso que
era hilos de colores entrelazados, anudados. Donde en algún momento hubo vida, alegría y
amor solo existían ahora remiendos. Pero curiosamente, todos esos nudos
cobraban fuerza y latían prestos nada más verlo o percibirlo.
Era alto, delgado, ojos negros como la noche más negra, sonrisa franca,
caminar felino y lo más importante de todo; a ella le encantaba. No
importaba que su corazón prácticamente no se pudiera llamar así.
Un día de entre muchos, se le aproximó silente. Se paró a sus
espaldas; cerca, tan cerca que podrían olerse y escuchar sus corazones latir
mutuamente. Primero raudos y locos como caballos desbocados y luego, acompasados. Se giró ella, lo
miro a los ojos y vio tanto amor, tanto. Que se pegó a su pecho, y en un
abrazo fuerte pero acariciador se fundieron.
De pronto y por un milagro del cielo, todos aquellos destrozos
desaparecieron y surgió en cada uno de ellos un corazón nuevo. Brillante,
vibrante y lozano.
Entonces ellos comprendieron que los
amores fallidos conducen al amor verdadero. Y entendieron igualmente que
el amor verdadero lo sana todo.
Patricia Lara P.
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