Pueblo chico infierno grande/El padre Agustín
Llovía, una llovizna constante y pertinaz lo remojaba todo. Las tejas y calles antes secas se habían vuelto lisas y peligrosamente resbalosas. Hasta los gatos tenían miedo de caminar sobre ellas. Ya había visto dos o tres o quizás más, resbalar y caer erizados y correr cubiertos de lodo hacia las puertas más cercanas.
El mundo parecía derretirse ante sus mustios ojos, hastiados de tanto ver llover, de tanto día gris, de tanta soledad y de tanto abandono.
Las gentes murmuraban que esto sucedía desde que una horrible maldición había sido arrojada al viento por el padre Agustín. Él, había sido enjuiciado y condenado por las malas lenguas del pueblo. No le habían dado oportunidad de explicarse, de decir algo, de pedir si acaso fuera necesario, perdón.
El día que él partió, masculló una oración enredada entre otras frases ininteligibles. Nada más al terminar de hacerlo, el cielo se cubrió de gris y esas minúsculas y constantes gotas de lluvia empezaron a caer sin pausa. El religioso se subió a su auto y aceleró a fondo, yendo a estrellarse estrepitosamente contra la barrera que servía de contención al río. El golpe fue tan fuerte y contundente que el auto saltó y se hundió en el cauce vertiginoso, que lo engulló en un abrir y cerrar de ojos.
Primero un remolino enorme que se fue haciendo pequeño, para terminar siendo el mismo apacible río, que cruzaba el pueblo y era bordeado otrora por casas blanqueadas y bellamente adornadas con macetas de flores multicolores. Las mariposas revoloteaban danzarinas y las abejas se apresuraban de flor en flor.
Por más que los mejores nadadores del pueblo se zambulleron en él, no lograron encontrar los restos del auto destartalado del padre y menos aún el cuerpo seguramente mutilado del cura.
El pueblo antes brillante y alegre se tornó hostil. Los propios habitantes sonrientes y felices de antaño se volvieron huraños y mal encarados ¡Con qué alientos podrían volver a ser las gentes de antes! La lluvia sin pausa los vaciaba de todo. Hasta de las ganas de salir de allí, o de marcharse.
Curiosamente con el correr de los días y a pesar de no haber despedida alguna las casas empezaron a verse vacías. Los muebles quedaban allí, abandonados al moho a los insectos, al polvo, las gentes sin despedirse desaparecían. Una noche allí estaban y al día siguiente nada, nadie. La comida que había sido preparada para la cena, en las ollas se descomponía, las camas no habían sido destendidas y los elementos decorativos se pudrían.
Todo el caserío se iba convirtiendo en un montículo enorme de lodo, repleto de gusanos e insectos mil. Era como un cuerpo dejado a la intemperie que lentamente se descomponía.
Al parecer los pocos habitantes que quedaban ni se enteraban de lo que sucedía, o sería solo la resignación la que los dominaba.
Una vivienda vacía, dos y otras más, muchas más.
Ya solo quedaban Pedro y su perro, que se encerraban en la casa apenas la mínima luz del sol se desvanecía, el pobre hombre arrimaba muebles frente a la puerta de entrada, intentando que el mal no lograra traspasar esa barrera y pudiera entrar en esa, su lúgubre vivienda.
Aquella horrenda noche el animal reculaba frente a la puerta que daba acceso a la sala, aullaba, metía la cola entre las patas y se cubría los ojos con ambas patas. temblaba y se volvió un ovillo hasta quedar arrinconado en una de las esquinas del cuarto. El pobre animal lloriqueaba frente a los ojos desorbitados de su amo.
Él, Pedro era el último, por lo tanto con seguridad absoluta sería el siguiente. Agarrado a dos manos de una cruz de madera igual de podrida que el resto de las cosas, de la casa, del pueblo, vio la puerta caer en astillas polvorientas, cerró los ojos con premura en el mismo momento que observó al padre Agustín entrar por ella, lo imaginó estirar los dedos huesudos, notó que lo agarraba por el cuello, que lo levantaba como si una pluma fuera, como si el peso del hombre no hubiera existido antes, nunca, para llevarlo en volandas al infierno.
Pedro se sabía responsable de toda la destrucción y la desgracia, Él había empezado el rumor sobre el padre Agustín, un rumor infame y denigrante, además de falso. El mismo chisme que al hacer al sacerdote cometer suicidio, lo había condenado al infierno, a la condenación eterna, a deambular buscando a quien castigar por ello y ahora era él, Pedro; el último ciudadano del pueblo, pero el más culpable. El castigo eterno los esperaba, ya los demás condenados en el infierno los aguardaban.
Patricia Lara Pachón
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