La cena
Una lluvia suave había comenzado al principio del día y continuaba al empezar la noche. Las luciérnagas habían caído una a una y se habían apagado igual que colillas de cigarrillo. Ignoraba si habían muerto de frío o si sencillamente descansaban y tomaban aliento para encenderse de nuevo.
El pasto anegado se había reclinado por su propio peso sobre la tierra amarilla y viscosa.
La casa de madera sumida en la oscuridad se semi vislumbraba en la noche cerrada.
Un grito ensordecedor se escapa de la casa, sale por la puerta, por las ventanas cerradas, por la chimenea sin asomo de humo. El grito se desliza por los tres peldaños y repta por el minúsculo camino empedrado.
Agazapada tras un árbol no sabe si guarecerse en el interior de la casa, temiendo a lo que habita el interior o si quedarse quieta y aterida de frío en el exterior y sufriendo las inclemencias del clima.
Nada de lo que observa le da calma, nada de lo que escucha le da paz.
De pronto a su espalda un nuevo chillido le pone la piel de gallina, como un rayo se levanta y corre. Corre como si un alma en pena la estuviera persiguiendo. Sin pensarlo realmente salta las escalas, agarra el pomo de la puerta y ésta se abre de par en par.
La oscuridad del recinto la encandila. Es como una sin razón, pero es exactamente lo que siente. Leves luces empiezan a despertar con su presencia. La estancia cobra vida.
Se encienden sobre una mesa que está ubicada en medio del recinto un par de velas que llenan de calidez el cuarto.
El comedor enorme luce además un hermoso y delicado mantel. Los platos de porcelana blanca están perfectamente ubicados. Los cubiertos de plata brillan, las servilletas, vasos, copas parecen haber sido puestas por un experto en protocolo.
Suena una campana y de la semioscuridad de la cabaña empiezan a salir personas elegantemente vestidas. Trajes negros largos; las damas, perlas en sus cuellos, diamante en dedos y orejas. Los señores de corbata negra, zapatos de charol y leontina al bolsillo.
Alguien dice: La cena ha llegado.
Todos observan a la recién llegada y en esa mirada ardiente y vibrante se les observa el hambre, un hambre ancestral, un hambre de varias vidas.
Patricia Lara Pachón
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