La odiaba, la odiaba tanto que al verla una furia ciega se apoderaba de él, lo embargaba. La vista se le enceguecía debido a la sangre hirviente que le llenaba la cabeza. En momentos como esos además de no ver nada tampoco oía. Un zumbido de millares de insectos le poblaba los oídos. Apretaba las manos en un puño preparado a golpear, a macerar con saña, a dejar de ella lo más mínimo posible. La odiaba, la odiaba tanto que solo al recordarla la sangre se le helaba en las venas y dejaba de circular. El corazón a punto de explotar decía ahogado; la odio, la odio, la odio tanto. Perdí mi libertad por ella, por su culpa y no me queda más remedio que odiarla. Hasta el fin de los días y si otra vida hubiera también en ella... En ellas. Y me odio también por haber caído en sus garras. Y como la castigo a ella me castigo a mi. Un castigo diario, paulatino, constante. Un infierno. Es que yo la odio, la odio, la odio tanto.
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