sábado, 2 de noviembre de 2024

Respiro

 Respiro


Abro la puerta y salgo. La mañana está fresca. El sol intenta asomar tímido pero las nubes bailarinas y juguetonas se lo impiden. La calle está sola y callada. No hay un alma despierta que mueva una cortina o que abra una ventana.
Con la traílla en la mano paseo a Capitán. Él con su cola al viento va de aquí para allá. Olfatea, levanta la patica, lame. Quiere desaparecer a como de lugar la huella olfativa de otros perros. Él se cree y sabe el dueño absoluto del barrio. Tres manzanas son sus dominios. 
Yo, entre dormida y despierta por la hora, lo acompaño. De pronto el perro baja la cola y las orejas, olfatea, gime. 
Miro a ambos lados de la calle y no aprecio el motivo por el cual el animal se comporta de esa manera.
Al cabo de un minuto o dos observo un grupo de personas que salen por la esquina. Vestidos de negro, susurrando algo. Cada uno lleva en sus manos un rosario. Noto que hay gente de variadas edades, pero todos están  muy pálidos y delgados y con la piel apergaminada y enferma. Avanzan hacia nosotros murmurando letanías. Quiero moverme de donde estoy para llegar a mi puerta pero el asombro me ha dejado paralizada.  Capitán tampoco se ha movido un ápice. Apenas si ha agachado aún más las orejas y la cola. Gruñe pero imperceptiblemente.  Lo miro a él y de nuevo al grupo de personas. Están cada vez más próximos. Recuerdo que relativamente cerca de mi casa hay un cementerio. He ido allí en contadas oportunidades, obligada por las circunstancias. Algún vecino o conocido fallecido al cual hay que ir a despedir. No por respeto al difunto, más bien a las familias o a sus deudos.
Ya la procesión está más cerca. Van a pasar frente a nosotros. Quiero agachar los ojos pero algo me impele a mirar. Ahogo un grito en la garganta. Reconozco a algunos de esos personajes. La viejita del grupo de manualidades que partió hace un año, el hermano de una conocida, el abuelito y la abuela de un amigo de la familia, el compañero de la escuela de mi hijo, el hijo del amigo de mi esposo. Y otras personas más que posiblemente haya conocido en algún momento pero que hoy no logro reconocer plenamente.
Me miran con esos ojos hundidos, el rostro cadavérico ha quedado de frente a mi persona. Un rictus en los labios semeja una sonrisa. Inclinan la cabeza en una casi venia y un ora por nosotros se escapa de sus labios marchitos.
El grupo se desvanece en la calidez de la mañana. Siento en la piel helada el calor del sol que me cobija. Respiro.

Patricia Lara Pachón 

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