Se sentó y puso en frente esa hermosa hoja en blanco, tomó entre sus manos aquel suave lápiz amarillo brillante y punta negra bien afilada, observó el borrador al otro lado y supuso, pensó que jamás lo usaría.
Transcurrían los minutos, observaba sus manos, la hoja blanca, el lápiz; su punta su borrador.
La blancura del papel le molestaba, el brillo amarillo del lápiz también, su punta afilada y sin usar lo ponían mal.
Escribió una línea, la borró, escribió otra de nuevo y la tachó. Mordió el lápiz, lo rompió, apretó con los dientes el borrador, arrugó la hoja ya no tan blanca, ni tan resplandeciente; sucia y llena de manchones, incluso una lágrima en ella brilló, la arrojó al cesto de la basura y suspiró.
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