lunes, 29 de junio de 2020

Sabor a mí

Cuentos de la Cuarentena

_*Sabor a mí (o por amor se hacen muchas cosas)*_
Le amó. De muchas formas. Le amó hasta el silencio complaciente con las viejas que, muy lindas y emperifolladas, lo venían a visitar.  Lo amó en cada cena y almuerzo que preparó para una que otra comensal le acariciara el bojote por debajo de la mesa desde los entrantes hasta el postre.  Con cada rosa finamente dispuesta en los ramos que con displicencia le obsequiaba después de cada supuesto viaje de negocios, casi como una confesión abierta de una nueva infidelidad.

Y lo amó aún más (con todo su ser, si cabe la expresión), aquella noche del viernes trece de marzo, de la que recordaba vívidamente cuando -ante la inminencia del toque de queda por el anuncio de la pandemia- Abelardo le pidió así, sin más, que buscara dónde irse a pasar la cuarentena pues, ya que los hijos tenían su vida hecha, él prefería rehacer su vida.  Lo dijo con una sonrisa afable; esa sonrisa que resaltaba sus ya marcadas patas de gallo alrededor de los ojos y lo hacía lucir más viejo e interesante.  ¡Sí, no cabía duda alguna de que, aún en ese momento, lo amaba!... Y por amor le había obedecido (a su manera, por supuesto, porque -ya pasado el primer medio siglo de vida- ¡tampoco es que esté una para andar cumpliendo listas de complacencia!).

"¡Y por amor se hacen tantas cosas!", pensaba Auxiliadora, mientras suspiraba y comía el último bocado de su cena de esta, la septuagésima tercera noche de cuarentena. Miró a su alrededor y sonrió, complacida. Le gustó como había decorado la pequeña buhardilla del edificio anexo a la que fuese su casa durante los últimos treinta años y hasta se felicitó por las hermosas tallas que había logrado esculpir en tiempo récord, especialmente si se consideraba el tiempo que tenía sin usar sus herramientas, desde que su amado Abelardo le exigiera dejarlas, así como su carrera, para dedicarse a su cuidado, al del hogar y de los niños.  ¡Ah, los niños!... ¡Qué buenas personas le habían resultado!, sobre todo en estos días, cuando le habían brindado, en la distancia, todo el apoyo y la orientación para instalar su tiendita virtual y captar la más selecta clientela para su nueva línea de tallas artesanales que, por cierto, se habían agotado a menos de un mes de su lanzamiento.

Auxiliadora escanció y bebió un buen sorbo de vino tinto chileno, regalo de uno de los últimos viajes de Abelardo a Sudamérica (¡sí, con su respectivo ramo de rosas color salmón!), cuyo sabor afrutado se le había revelado muy útil en los últimos quince días para disimular el sabor acre de la carne que, como cada noche desde el inicio de la cuarentena, degustó con amor, ensayando las más novedosas recetas.
Miró hacia el congelador, ya vacío y pensó que en la mañana debía salir a comprar vegetales, aprovechando que era su día de circulación permitida.  Tomó en dos tragos la media copa de vino tinto que le quedaba, soltó otro suspiro y lavó parsimoniosamente los platos, los cubiertos y las ollas donde una hora antes había dado cuenta de su última reserva de carne.

Miró a su alrededor para asegurarse de que todo estaba perfectamente ordenado, tal como lo había hecho a lo largo de tantos años de trabajo invisible -¡que no imperceptible!- al lado de su familia.  Ya revisado todo, llenó de nuevo su copa, la elevó en gesto de brindis hacia un lado y se acercó a la mesita de laboreo que había dispuesto frente a la ventana que daba al jardín posterior.   Se colocó sus lentes de protección y el tapabocas,  se  caló los guantes de trabajo y, con una afectuosa delicadeza, hurgó en el pequeño cofre metálico lleno de cal la pieza con la habría de empezar la nueva talla... Removió, no sin cuidado, durante un rato, levantando hacia la luz uno que otro trozo blanquecino. Al final, se decantó por un fémur, ¡esa sería la pieza ideal!, la que requería para tallar la flauta que le habían encargado en Renaissance, su tienda virtual.  Posó el fémur sobre la mesa, se levantó ligeramente  el tapabocas y, lanzando un beso al aire en dirección al baúl donde conservaba el resto de la osamenta ya limpia de los tejidos (extrañamente deliciosos a pesar de su acritud, por cierto), volvió a levantar la copa en brindis simbólico, devolvió la copa a la mesa, recolocó adecuadamente el tapabocas y se instaló en el taburete para tallar su creación, mientras por lo bajo tarareaba con dulzura la melodía del bolero que tantas veces, de jóvenes cantaron y bailaron, embriagados de amor: "... Yo no sé si tenga amor la eternidad, pero allá -tal como aquí- en la boca llevarás sabor a mí".

B. Osiris B.

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