domingo, 8 de noviembre de 2009

Dolores

Parada allí en el terminal de transportes no sabía que camino tomar. Había llegado a ese lugar porque así lo quiso el destino, pero igual habría podido ser a cualquier otro sitio de este país tan bello y tan sufrido.
Pensaba allí en lo que acababa de dejar atrás, su hogar, su casa, su padre, su madre, sus hermanos. Incluso la vaca aquella que le regalaron para su cumpleaños número quince. Tan cercano en el tiempo pero tan lejano en la memoria.
Recordó con lágrimas en los ojos el día que salió a lavar la ropa en la quebrada, y aquel par de hombres la tomaron por la fuerza, e hicieron con ella cosas que prefería olvidar.
Pensó en aquel pececito que nadaba en su vientre y por el que decidió escapar. Sabía que sería repudiada por todos y el hazme reír de sus amigos y familiares. Jamás les contó del ataque del que fue víctima y menos podría contar ahora que esperaba un hijo de aquel acto de barbarie y crueldad.
Por más que deseaba olvidar aquel momento no podía odiar a ese ser que llevaba dentro, lo amó desde siempre. Fue como una luz que iluminaría su vida.
No tuvo otra opción, tomó unos pesos y en la carretera paró un bus cualquiera que la conduciría a cualquier sitio, pero lejos, muy lejos de todo, de todos.
Ahora se encontraba allí parada en un terminal de transportes, con una bolsa en la que había guardado dos mudas de ropa, un par de zapatos, unos pesos y muchas lágrimas.
Se sentó en un rincón sin saber que hacer; tenía hambre y frío, mucho frío. Una señora la observaba desde uno de los negocios de comidas y bebidas, después de un rato se le acercó con una taza de café caliente y dulce. Se lo brindó y le preguntó qué le pasaba. Ella, que nunca había hablado con un extraño no supo que decir, que hacer, lloró amargamente por un buen rato, la señora apiadada esperó su respuesta y al saber que estaba escapada de su casa le brindó cobijo en la suya mientras tomaba una decisión.
Llegó a una casa grande en un barrio de clase media, tan hermosa como no había visto una jamás, fue instalada en un cuarto cerca al patio y la cocina; con baño privado y se sintió una reina.
Pronto empezó a limpiar la casa para pagar el alojamiento y la comida, también a lavar la ropa, planchar, cocinar y demás. Se convirtió en una esclava sin paga siquiera. Maltratada de palabra y obra, mientras le decían que comía de más y por eso se engordaba tanto.
Una noche sintió unos dolores espantosos, lloró, gritó hasta que los dueños de la casa, “los buenos samaritanos” la escucharon y atendieron, la llevaron un hospital de caridad y allí la dejaron. Tuvo un hermoso niño, la luz de sus ojos. Un regalo enviado por Dios para acompañarla en la oscuridad de la vida triste y amarga.
Sus patrones regresaron al cabo de unos días, seguro no encontraron otra empleada que trabajara por tan poco, por casi nada, la llevaron de regreso a la casa y la maltrataron aun más. Ahora debía trabajar el doble pues tenía que pagar la comida de una boca más; la de su hijo.
Los días fueron pasando, las semanas y los meses y el bebé crecía feliz y sonreía, ella con eso tenía para sentirse bien y contenta.
El era su rayo de luna, su pedacito de cielo. Lo único valioso por lo que valía la pena vivir, trabajar y hasta sufrir.
El bebe gateaba por la casa cuando los patrones no estaban, pues no les gustaba verlo por ahí “ensuciándolo todo”. Un día se encontró un frasco bonito con unos colores bellos que lo alegraron mucho, así que lo llevó al cuarto al lado de la cocina, el sitio que compartía con su madre, lo destapó y olía rico, así que tomó un poco, al sentir el sabor lo arrojo lejos rompiendo el frasco y derramando por consiguiente todo el perfume. Su madre amorosamente lo reprendió y lo confinó al cuarto de servicio. La dueña se molestó muchísimo e hizo que le pagaran su loción.
Poco tiempo después el niño recibió de regalo unas canicas, heredadas de uno de los hijos de la dueña de casa. Coloridas y brillantes; rojas, verdes, azules, amarillas. Tan bellas que hicieron sus delicias. Se divertía arrojándolas y viéndolas resbalar por todos lados. El sonido al caer y chocar por el piso lo hacía reír.
La madre ocupada como siempre en miles de deberes lo dejó en el cuarto jugando con ellas, al cabo de un buen rato regresó y lo encontró dormido en el piso. Lo recogió amorosamente y lo depositó en la cama arropándolo con todo su amor y llenándolo de besos. En ese momento se percató que una de las canicas salió de sus labios morados y vio con horror que no respiraba.
Lloró y gritó de nuevo, como cuando llegó al mundo su rayo de luz. Antes por dolor físico hoy por uno más intenso aún, más desgarrador. El dolor de la pérdida.
Lo acunó en sus brazos con el amor de siempre y supo que ya no tenía ningún motivo para vivir. Entendió que la vida es un camino de espinas y que al final ya no había nada bueno para ella.
No podía ni quería regresar a su hogar, ¿Además, cómo podría hacerlo? No tenía dinero, no sabía en que sitio se encontraba ya que desde que llegó a allí solo había estado en el hospital y en esa casa prisión con trabajos forzados.
Buscó entre las herramientas del patrón y encontró lo que buscaba. Un lazo fuerte que seguro resistiría su peso y el de su tesoro.
En el patio de la casa había un sauce llorón enorme y atando con cuidado el lazo a una de sus ramas lo amarro también a su cuello, en su pecho atado con una sábana contra su corazón estaba su tesoro, su único y verdadero amor.
La noche era oscura, sus patrones estaban en una de las tantas fiestas a las que acudían. Mientras ella con su niño se mecían en la noche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Me acuerdo (II) El velorio

 El velorio  Me acuerdo cuando  en la casa de la abuela velaron esa niña recién nacida. Me acuerdo que le pusieron mi vestido y zapatos de b...